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Full text of "Las de Caín : comedia en tres actos"

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THE LIBRARY OF THE 

UNIVERSITY OF 

NORTH CAROLINA 

AT CHAPEL HILL 




ENDOWED BY THE 
DIALECTIC AND PHILANTHROPIC 
^^^^^___ SOCIETIES 

BUILDING USE OHÍ^ 

PQ6217 

vol* 18 
no. 1-17 



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1976 



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SERAFÍN Y JOAQUÍN 
ÁLVAREZ QUINTERO 



LAS DE£AÍN 

COMEDIA EN TRES ACTOS 




MADRID 
191 7 



LAS DE CAÍN 



Esta obra es propiedad de sus autores. 

Los representantes de la Sociedad de Autores Españoles 
son los encargados exclusivamente de conceder o negar el 
permiso de representación y del cobro de los derechos de 
propiedad. 

Droits de représentation, de traduction et de reproduction 
reserves pour tous les pays, y compris la Suéde, la Norvége 
eí la Hollande. 

Copyright, 1917, by S. y J. Alvarez Quintero. 



SEGUNDA EDICIÓN 



SERAFÍN Y JOAQUÍN 
ÁLVAREZ QUINTERO 



LAS DE CAÍN 



COMEDIA EN TRES ACTOS 



Estrenada el 3 de octubre de 1908 en los Teatros de la Comedia, 

Eldorado, San Femando y Rosalía de Castro, 

de Madrid, Barcelona, Sevilla y Vigo, respectivamente. 




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MADRID 
I 9 I 7 



MADRID— Imp. Clásica Española, Cardenal Cisneros, lo.— Teléi. 443^ 



AL INSIGNE MAESTRO DE LA NOVELA 

Y DEL TEATRO 

DON BENITO PÉREZ GALDÓS 

SUS APASIONADOS 

ADMIRADORES Y DEVOTÍSIMOS AMIGOS 

LOS AUTORES 



REPARTO 



PERSONAJES ACTORES 

DOÑA ELVIRA HORCAJO 

DE CAÍN Irene Alba. 

ROSALÍA Nieves SuXrez. 

MARUCHA Concha Ruiz. 

ESTRELLA Mercedes Pérez de Vargas. 

AMALIA María Carbone. 

FIFÍ Esperanza Bedoya. 

DOÑA JENARA Julia Martínez. 

BRÍGIDA Ana Quijada. 

DON SEGISMUNDO CAÍN Y 

DE LA MUELA José Santiago. 

EL TÍO CAYETANO Rafael Ramírez. 

ALFREDO Manuel González. 

MARÍN José Calle. 

PEPÍN CASTROLEJO Ernesto Vilches. 

TOMÁS Juan CatalX. 

UN GUARDA Pedro Zorrilla. 

EMILIO VÁZQUEZ Antonio SuXrez. 

UN BARQUILLERO Emilio Ruiz Santiago. 

UN LACAYO N. N. 

UN POLLITO Emilio Ruiz Santiago. 



En Barcelona, Sevilla y Vigo, estrenaron esta comedia, 
respectivamente, las compañías de Balaguer y Larra, Rosa- 
rio Pino y Emilio Thuillier, y Carmen Cobeña. 



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ACTO PRIMERO 



Pequeña glorieta entre las alamedas frondosas de un paseo 
público, en Madrid. Tres bancos de piedra: dos de ellos 
en el primer término de la derecha y de la izquierda, y 
uno al foro. Es por la mañana, en el mes de abril. 

Tomás está sentado en el banco de la derecha del 
actor ^ estudiando en unos apuntes. Es un jovenzuelo 
de la clase media, que viste sencillamente y sin aliño 
alguno. 

Tomás. Después de un rato de lectura. [Qué pesa- 
do es esto!... ¡Qué opio!... ¡Lo que me importará a mí 
que paguen o no paguen derechos de aduanas las es- 
ponjas! Deja los apuntes sobre el banco ^ y se pone a 
cantar una cancioncilla ligera^ para explayar su es- 
píritu. 

El Guarda del paseo sale por la izqtiierda y se di- 
rige a él. 

Guarda. Buenos días, señorito. 

Tomás. Buenos días. 

Guarda. Usté despense una pregunta. 

Tomás. Si no ha de ser del programa, venga. 

Guarda. ¿"Esas señoritas, usté me comprende, 
que vienen a esta glorieta muchas mañanas, y que 
ayer también estuvieron, me comprende usté, sabe 
usté si han perdido aquí alguna cosa.'^ 

Tomás. Hombre, sí: echaron de menos un aba- 
nico. 

Guarda. Un abanico. ¿Usté lo conoce? 



10 LasdeCain 

Tomás. Es posible. 

Guarda. A ver si es éste por un casual. Le da 
uno que trae guardado. 

Tomás. Sí, señor: éste es. Tiene aquí el nombre 
de la dueña. 

Guarda. Pues si el señorito quiere hacerme el fa- 
vor de entregárselo... 

Tomás. Ya lo creo. Y muchas gracias. 

Guarda. No las merece, señorito. Es el deber de 
uno, en concencia. Porque si uno, ;usté me compren- 
de? se encuentra una cosa que no es suya, ¿me com- 
prende usté? uno, ¿usté me comprende?... 

Tomás. ¡Vaya si lo comprendo a usted! Le da una 
propina. Tome para unos cigarrillos. 

Guarda. Se estima. No quería yo nada; pero se 
estima. Porque ya sabe el señorito que lo que caiga 
en mis manos seguro lo tiene. Lo mismo le entrego 
a usté esa porquería de abanico que una alhaja de 
precio. 

Tomás. Ya, ya. 

Guarda. Mirando hacia la derecha del foro. 
¡Anda con Dios! ¡Qué bestias son algunas! Y no es 
criticación. 

Tomás. ¿Por qué lo dice? 

Guarda. ¡Arrepare usté en aquella niñera! Ya se 
sentó en el verde. Ni que la regañe ni que no, toas 
las mañanas ha de hacer lo mismo. ¡Al verde! Paece 
que en lugar de chicos trai borregos. Chillándole y 
yéndose hacia ella. ¡Eh! ¡Señora! ¡Que no está usté en 
su casa! ¡Señora! 

Por la izquierda del foro llega Pepin Castrolejo, 
antes que desaparezca el Guarda. Es un gomo sillo adi- 
nerado^ de poquísimo fósforo en la mollera y con pre- 
tensiones de hombre de mundo, 

Pepín. Hola, Tomás. 

Tomás. Hola. 



A c t o p r imer o ii 

Pepín. ^'No han venido las niñas todavía? 

TomAs. Todavía no. 

Pepíx. Bueno, vamos a ver: :cuál es el colmo...} 

Tomás. Hombre, ¿-ya empieza usted con colmos y 
con chistes? 

Pepíx. ¡Si no tengo otra cosa que hacer! Éste me 
ha desvelado toda la noche. Se me ocurrió al meter- 
me en la cama, y no lo he podido dejar. ¿-Cuál es el 
colmo...} No; no... Por más que sí... ¿Cuál es el colmo 
de la costurera interesada? 

Tomás. ¡Qué sé yo! 

Pepíx. Fíjese usted, hombre: el colmo de la cos- 
turera interesada. 

Tomás. No lo acierto; no. 

Pepíx. ¡Hacerle el amor a un guarda -agujas! 
¡Jeeeee! Se He de una manera muy peculiar, como 
siempre que tiene algún chispazo de ingenio. 

Tomás. ¡Vamos! 

Pepín. Esta tarde lo digo en el Círculo y me tiran 
por el balcón. ¿Y usted estaba estudiando? 

Tomás. Por matar el tiempo, mientras viene la 
novia... 

Pepíx. ¿Se prepara usted para Aduanas, eh? 

Tomás. Todos los años me preparo para alguna 
cosa. Pero no me presento nunca. Usted calcule: 
siempre son tres o cuatro mil opositores y cuatro o 
cinco plazas ¿Y va a estar una de las cuatro o cin- 
co esperando a que yo llegue y la coja? ¡Eso es so- 
ñar despierto! 

Pepín. Entonces, ¿para qué se prepara usted? 

Tomás. Si en realidad no me preparo: hago que 
estudio, por no disgustar a mi madre. Y me dedico 
a hablar con la novia. En la vida se aprende más que 
en los libros. 

Pepín. ¡Oh! ¡Qué peste de Hbros! Los libros son 
para los sabios. Yo, gracias a Dios, acabé ya mi ca- 



12 Las dt C ain 

rrerita, y no perderé la vista leyendo, como no sean 
novelas verdes. ¡Jeeeee! 

Tomás. ^'Qué carrera tiene usted? 

Pepín. ¡Vaya una pregunta 1 La de abogado. 
Me consiguió papá un pase de ferrocarriles, y he 
visto todas las Universidades de España. Lo que 
yo le decía a papá : ¡ esto sí que es una carrera! 
iJeeeeel 

Tomás. Como que no se puede estudiar. Y me- 
nos cuando se acerca mayo, que es cuando suele ha- 
cer más falta. ¡Se pone Madrid que no hay quien coja 
un librol ¡Qué cielo! ¡Qué muchachas! ¿Qué tal lleva 
usted sus pretensiones.? 

Pepín. Viento en popa a toda vela. Yo de leyes 
no sabré, pero de estos lances... 

Tomás. Donde tiene usted que venir es a la casa, 
por las noches. ¡Son unas tertulias deliciosas! 

Pepín. ¿-Sí, eh.'' <;Se juega al escondite? 

Tomás. Se juega, se juega. Y cuidado que la 
mamá se cala a lo mejor las gafas negras, y no sabe 
usted cuándo lo está mirando. 

Pepín. ¡Jeeeee! ¡Lo que me gustan a mí esos de- 
talles! ¿Qué tiempo lleva usted de relaciones con 
Amalia? 

Tomás. Cinco o seis meses. La pretendí por no 
estudiar; entré en relaciones con ella por no estu- 
diar... y vengo aquí algunas mañanas y voy a su casa 
de noche, por no estudiar. 

Pepín. Pues yo, la verdad, amigo — confianza 
por confianza, — me he acercado al río por ver lo 
que se pesca, naturalmente. No se vaya usted a 
figurar que soy tan tonto como para tomarlo en 
serio. 

Tomás. Ah, pues viva usted alerta. 

Pepín. ^'Alerta? 

Tomás. ¿Usted no tiene noticias de esa familia? 



Acto primer o 13 

Pepín. Muy pocas. Sé que don Segismundo, el 
papá — (qué gran tipo! — es profesor de lenguas 
vivas, y que las niñas son muy cursilitas, las po- 
bres. 

Tomás. Pues veo que está usted en ayunas. ¡Las 
de Caín son famosas en todo Madridl Mire usted, es 
tradicional: muchacho que entra en aquella casa, ése 
ya no sale soltero. 

Pepín. ¡Caramba! 

Tomás. Así, así. Las hermanitas eran ocho. Pues 
sólo en el año pasado se casaron tres. 

Pepín. Y ^-usted no tiene miedo.^ 

Tomás. Yo, ninguno. Si fuera un partido, lo ten- 
dría; ¡pero si soy una calamidad! Sin dinero, sin ca- 
rrera, sin ganas de estudiarla, ^-qué padre me va a 
querer a mí para una hija? Sobre que, en último caso, 
lo mismo se me da casarme que no casarme: ¡con 
tal de no hacer oposiciones, todo va bien! 

Pepín. ¡Ay, qué gracia! 

Tomás. Pero usted, que es hombre de cuartos, y 
de posición, y de... ándese con ojo. 

Pepín. No sea usted criatura, Tomás. Bueno, 
como usted apenas me conoce, no sabe la clase de 
punto que soy yo. Pregúnteles usted a los camare- 
ros de la Bombilla. ¿Qué apostamos a que hoy me 
declaro a la niña esa... y el mes que viene ya he pa- 
sado del primer capítulo.'* 

Tomás. Usted allá. 

Se presenta por la derecha del foro ^ paseando repo- 
sadamente, el tío Cayetano. Es un señor omnipotente^ 
que está hueco. A un pájaro que mire en la rama., es 
para brindarle protección. Viste bien, pero a gusto del 
sastre. A pocos pasos lo sigue un Lacayo., con un ga- 
bán de entretiempo al brazo. 

Tío Cayetano. Reparando en Tomás. ¡Oiga! ¡Qué 
encuentro más inesperado! ¡Tomasillo! 



14 Las de Caín 

Tomás. Acercándosele. ¡Señor don Cayetano! 
¿•Cómo está usted? 

Tío Cayetano. Bien, ly tú, perillán? 

Tomás. ¡Se vive! A dar un paseíto, ¿no? 

Tío Cayetano. Y a tomar mi vaso de leche. Yo, 
desde que entra abril, ya se sabe: como se me ocurra 
pasear alguna mañana, no perdono mi vaso de leche. 
¿Y tú? 

Tomás. Esperando a la novia. 

Tío Cayetano. Me lo había figurado. Yo también 
he tenido tu edad. 

Tomás. vSuele venir toda la familia algunas ma- 
ñanas, y nos apropiamos esta glorieta, que está muy 
agradable. 

Tío Cayetano. Eso iba yo a decirte: que está 
muy agradable esta glorieta. Luego volveré yo por 
aquí a saludar a los parientes. A Pepín. ¿Usted es 
hijo de mi amigo Manolo Rebolledo? 

Pepín. No, señor; no tengo ese gusto. 

Tío Cayetano. ¡Pues se le parece usted mu- 
chísimo! 

Tomás. Creí que se conocerían ustedes. Presen- 
tándolos, Don Cayetano de la Banda. Pepín Castro- 
lejo, como se le llama en todas partes. 

Tío Cayetano. ¡Ahí ¡Castrolejo! ¿Es usted hijo 
de mi amigo Pepe Castrolejo? 

Pepín. Servidor de usted. 

Tío Cayetano. ¡Pues también se le parece usted 
muchísimo! Dándole la mano. Puede usted mandar- 
me como quiera. Y tú, Tomasillo, a ver cuándo me 
pides un favor, que me eres muy simpático. 

Tomás. Gracias. 

Tío Cayetano. ¿Gustan ustedes de tomar conmi- 
go mi vaso de leche? 

Pepín. Gracias. 

Tomás. Muchas gracias. 



Act o p r im e r o 15 

Tío Cayetano. Mandar. 

Se va por la izquierda seguido del pobre Lacayo. 

Pepín. ^-Quién es este pavo real, compañero.? 

Tomás. Supuse que se lo sabría usted de memo- 
ria. Éste es el famoso tío Cayetano. 

Pepín. jAhl 

Tomás. ^jNo le ha oído usted nunca a doña Elvira 
hablar del corazón del tío Cayetano.^ 

Pepín. Sí, hombre, sí. 

Tomás. Pues ahí lo tiene usted. 

Pepín. ¡Qué bombos le da doña Elvira a toda la 
familia! ¡Jeeeee! 

Tomás. Ah, sí. ¡Y qué besos! Este fantasmón es 
hermano de una cuñada de ella, y hombre influyen- 
te; tan influyente como rico. Fué ministro un cuarto 
de hora. Tomándose medida del uniforme le sorpren- 
dió la crisis. 

Pepín. ¡Jeeeee! 

Tomás. Le engorda, como habrá usted notado, 
proteger al prójimo, y para las sobrinas es una ver- 
dadera lotería. La historia de todos los solterones. 
Siempre que usted les vea trapitos nuevos o alguna 
alhajilla, atribuyaselos al tío Cayetano. Porque las 
lecciones de idiomas de don Segismundo, y las tra- 
ducciones de novelas, no dan para ciertos perfiles. 

Pepín. Allí vienen. Las cinco hermanas, el papá 
y la mamá. 

Tomás. Sus futuros suegros de usted. 

Pepín. ¡Un demonio! ¡La trampa en que haya de 
caer yo, no se ha fabricado todavía! ¡Jeeeee! 

Tomás. ¿Vamos a salirles al encuentro.? 

Pepín. Vamos. 

Se van por la derecha. El Gtiarda aparece en direc- 
ción opuesta y se cruza con ellos. Viene liando un ci- 
garrillo. 

Guarda. í La pacencia que es menester pa ser 



!6 L as de C at n 

guarda de un paseo públicol Cuando no son niñeras, 
son amas, y cuando no son amas, son estitutrices. 
Pero [anda! que to se pué pasar bien menos los edi- 
lios. ¡Los edilios me atacan la bilis! Y esta que viene 
aquí es la familia de los edilios. ¡Pacencia! Haber 
nació estatua, que ésas lo ven to tranquilamente. 

Se marcha por el foro^ volviendo la cara hacia la 
derecha. 

Llega^ en efecto, la anunciada familia de los «edi- 
lios >: don Segismundo Caín y de la Muela^ doña El- 
vira Horcajo de Caín y sus bellas hijas Rosalía, Ma- 
me ha^ Estrella, Amalia y Fifí. Las cinco visten som- 
breros y trajes de la misma forma. Rosalía y Marucha 
de un color, y las otras de otro. Todo ello cuidadito y 
pulcro: sin pretensiojies; nada cursi. 

La mamá, que frisa con los cuarenta y cinco años, 
se retoca y acicala todo lo que puede, deiitro de su mo- 
destia. Aunque ha te^iidoya ocho hijas, se conserva tan 
tiesa y firme, que bien pudiera tener otras ocho. 

El señor Caín pasa de los cincuenta. Su rostro es 
bonachón y dulce; más bien que de Caín, parece de Abel. 
Usa chaqué, hongo de copa plana, botines y unos panta- 
lones bien anchos. E71 la mano izquierda trae un libro 
y varios periódicos, y en la diestra un bastón, regalo 
del tío Cayetano. 

Tomás vuelve de palique con Amalia, y Pepin Ca^- 
trolejo con Estrella. Estos últimos ríen más que ha- 
blan. Los unos se sientan a poco en el banco de la de- 
recha, y los otros en el de la izquierda. Don Segismun- 
do y doña Elvira en el del foro. 

Rosalía. Como busca?ido a alguien. ^-Pero se ha 
escondido ese tonto? 

Tomás. ^Quién? 

Rosalía. Alfredo. 

Tomás. ^'No le he dicho a usted que no ha venido 
aún? ¿Piensa usted que es broma? 



Acto primero 17 

Marucha. En un tono mimosito^ lleno de maliciay 
coquetería, que es característico en ella. La tiene tan 
mal acostumbrada... 

Don Segismundo. Recreándose en las enamoradas 
parejas. ¡Ay, ay, ay! 

«Au corps sous la tombe enfermé 
que reste-t-il.^ D'avoir aimé 
pendant deux ou trois mois de mai.» 

^No te parece, Elvira? 

Doña Elvira. No te he entendido, Segismundo. 

Tomás. Ni yo tampoco. ^-Es latín.?' 

Don Segismundo. Siempre lisonjero con el próji- 
mo que le conviene. ¡Ja, ja! ¡Donosa pregunta! ¡Latín! 
Traduciendo. «<iQué le queda al cuerpo en la tumba.^ 
Haber amado durante dos o tres primaveras.» (.'Es 
oportuna la cita, sí o no.^ 

Pepín. ¡Extraordinariamente oportuna! 

Tomás. ¡Ya lo creo que lo es! 
1 Estrella. Salvo lo de la tumba, papá; que no 
viene a nada. 

Rosalía, hnpaciente. ;Pero y Alfredo.-* ¿Qué le ha- 
brá sucedido a Alfredo.^ 

Doña Elvira. Mujer, ya sabes que no falta ja- 
más. Alguna razón habrá tenido el chico para retra- 
sarse. 

Don Segismundo. Poderosa habrá sido segura- 
mente; porque a Alfredo lo comparo yo con Amadís 
de Gaula. Se dedica a leer sus periódicos. 

Marucha. Anda tú, Rosalía; no pienses más en 
Alfredo; ya vendrá Alfredo. Vamos a dar un paseíto 
hasta la Fuente. No me digas que no. 

Rosalía. ¡Vamos hasta la Fuente! Y si llega Al- 
fredo mientras tanto, que me aguarde. ¿No lo estoy 
esperando yo a él.^ 

Marucha. ¿Vienes con nosotras, Fifí? 



1 8 L as de C ain 

Fifí. Sollozando y acompañando su negativa con 
movimientos de cabeza. No... que no voy... 

Marucha. ;Por qué.^ 

Fifí. Porque... no... no voy... 

Rosalía. Pero <:qué te pasa, Fifí.^ 

Fifí. Que antes... antes... me dijo Marucha... que 
no me quería... 

Marucha. ¡Pero te lo dije de broma! 

Rosalía. ¡Pues claro! No seas tonta, Fifí. 

Marucha. Acompáñanos, y por el camino te diré 
que te quiero más que a ninguna. 

Fifí. Entonces... vamos. 

Rosalía. Vamos, vamos. 

Doña Elvira. No os alejéis mucho. Hasta la 
Fuente nada más. 

Tomás. Levantándose un momento del lado de su 
novia. Ah, Maruchita. 

Marucha. ¿Qué? 

Tomás. El abanico que había usted perdido. 

Marucha. ¡iPareció? 

Tomás. El guarda lo tenía. Me he estado abani- 
cando con él, y me ha contado dos o tres secretillos. 

Marucha. ¿Míos? 

Tomás. De usted. Y que pican que rabian. 

Marucha. ¡Ay, qué malo es usted, Tomás! Ama- 
lia, tu novio es muy malo; me está diciendo cosas 
malas. Dile que no me diga cosas malas. 

Amalia. ¿Qué te ha dicho? 

Tomás. La verdad: que su abanico me ha conta- 
do unos cuantos secretos terribles. 

Amalia. ¡Pues sí que hay para mandarte a pre- 
sidio! 

Marucha. Es muy malo, muy malo. Ten cuidado 
con él, que es muy malo. 

Rosalía. Y tú eres tan tonta como Fifí. Deja en 
paz a ésos, y vente. A Fifi. ¡Anima tú esa cara, chi- 



A c t o p r i m e r o 19 

quilla! iJesús, qué pavisosa! ^A que no rae alcanzáis? 
Echa a correr y se va por la izquierda. 

Marucha. ;A que sí? Corre tras ella vivamente. 

Fifí. Afligidísima. ¡Papá... papá!... ¡Que me dejan 
sola! 

Don Segismundo. Pues, hija, corre; que tú estás 
en la edad más que ellas. 

Doña Elvira. ¡Pobrecita mía! Ven acá. Fifí; ven 
acá. Ven que te abroche este automático de la falda. 
Lo hace. Y ahora dame un beso. La besa con gran 
efusión, como siempre que besa esta señora. Ea, corre 
con tus hermanas. Fifi se va sin alterarse grandemen- 
te. ¡Ángel m^íol ¡Qué corpachón ha echado! ¡Y qué 
monísima está! ¡Qué mona! (.-Verdad, Segis? 

Don Segism[ ndo. Muy mona, muy mona. 

Doña Elvira. ¡Y tan inocentita como se conser- 
va! Saca las gafas negras de que Tomás ha hablado, y 
se las cala, por si las novias y los fiovios 710 son ya tan 
inocentes coynoFifí. ¡Jesús! ¡Cómo me molesta el resol! 

Don Segismundo. Elvira, tienes que cuidarte esos 
ojos, que me trastornaron un tiempo. 

Doña Elvira. ¡Ay!... ¡Qué tiempo. Mundo! 

Don Segismundo. No evoques... 

ToM.4s. Bajo, a Amalia. Ya se caló tu mamá laa 
gafas negras, y ya estoy yo nervioso. 

Amalia. Simple, si se las pone para ver menos. 

Tomás. Sí, sí. 

Amalia. Pero qué poco galante eres. 

TomAs. ^-Por qué? 

Amalia. Porque traigo el peinado qu<e a ti te gus- 
ta, y no me has dicho una palabra. 

Tomás. ¡Es verdad! Perdóname. 

Amalia. ;Me está bien? 

TomAs. ¡Te está para comerte! 

Amalia. ¿Y las uñas? Míralas: parecen espejos. 
Puedes verte en ellas. 



20 Las de Caín 

Tomás. ¡Como que dan ganas de comerse los de- 
ditos con chocolate! 

Amalia. Chico, qué hambre tienes. 

Tomás. En cuanto te veo se me despierta. 

Amalia. Pues mucho cuidado con las gafas ne- 
gras de mamá. 

Atraviesa el Guarda de izquierda a derecha, miran- 
do con indignación contenida a los tres grupos. 

Pepín. Vamos a ver: ¿cuál es el colmo de la dicha 
de un pretendiente.'' 

Estrella. Con vehemencia y cierta afectación ner- 
viosa de que hace sieinpre gala. Ay, por Dios, Pepín, 
cállese usted ya. Es usted incansable. ¿'Cómo ha di- 
cho usted.^ 

Pepín. El colmo de la dicha de un pretendiente. 

Estrella. No caigo; soy muy torpe. 

Pepík. Pues que le dé su pretendida un si... con 
colmo. iJeeeee! Se ríe según costumbre^ y ella lo se- 
cunda como si e?i efecto hubiera dicho una gracia. 

Estrella. ¡Jesús, qué diablo de hombre! ¡Qué 
cosas idea! Estoy ya mala de reír. Y yo me temo: 
cuando me pongo a reír así, me temo. En el teatro, 
como lo que den sea de risa, llamo la atención. ]\Ie 
temo; me temo. Soy tan nerviosa, ¿sabe usted?... que 
no sé contenerme. Me temo. 

Pepín. Dichoso yo, que le he caído a usted tan 
en gracia. 

Estrella. Sí, por cierto; me es usted muy sim- 
pático. 

Pepín. Todo se pega, ¿no? 

Estrella. Y le advierto a usted que traía poquí- 
simas ganas de risa. Si no es porque usted me espe- 
raba no vengo hoy. 

Pepín. ¿Y eso? 

Estrella. He pasado una noche muy mala. 

Pepín. Pues que sea enhorabuena. 



Acto primero 21 

Estrella. ^-Enhorabuena? 

Pepín. Si la noche era mala^ y la ha pasado us- 
ted... ¡Ojalá me ocurriera a mí lo mismo con un duro 
que nadie me toma! ¡Jeeeee! 

Vuelta a la risa de los dos. 

Estrella. Levantándose de pura admiraciÓ7i. ¡Es 
usted de lo que no hay! ¡Papá, papá: le digo a Pepín 
que he pasado muy mala noche, y me felicita porque 
era mala y la he pasado! ¡Como si fuera una mone- 
da! ¡Ja, ja, ja! 

Don Segismundo. Dándose con los dedos de una 
mano en el dorso de la otra, en so?l de aplauso. ¡Ja, ja! 
¡Mucho; mucho! Eso es de buena ley. ¡Mucho; mucho! 

Doña Elvira. Esta Estrella, Pepín — ¡hija de mi 
vida! — se vuelve loca con las ocurrencias de usted. 
Como es usted tan ingenioso... 

Pepín. No... por Dios... Es que son ustedes muy 
amables conmigo. A Estrella, que ha vuelto a sentar- 
se. ^'Y se puede saber por qué ha pasado usted tan 
mala noche.^ Sin chistes ahora. 

Estrella. Psche... Ha habido de todo... ¡Unos 
sueños!... ¡unas pesadillas!... Y mucho desvelo. Y yo 
me temo cuando me desvelo; me temo. Porque es un 
desate de la imaginación y de todo el sistema ner- 
vioso... que ya le digo a usted: me temo; me temo. 
¿Usted duerme bien.^ 

Pepín. Siempre. Y desde que tengo el gusto de 
tratarla a usted, mejor todavía. 

Estrella. ¿Sí.? ¿Por qué.? 

Pepín. Porque da usted el opio. ¡Jeeeee! 

Nuevas risas. 

Estrella. ¡Ay, pero por María Santísima, pero 
qué hombre, pero qué ingenio, pero qué torrente... 
pero qué cosa! 

Pepín. Se conoce que me inspira usted; que es 
usted mi musa. 



22 Las de Caín 

Estrella. Usted tendrá la misma chispa con to- 
das. ¿Ha estado usted alguna vez enamorado? 

PepÍí\. ;Enamorado? Infinitas veces. Unas más 
graves que otras; pero infinitas veces. Cosa de atar- 
me, sólo una. 

Estrella. Cosa de atarlo, dice... 

Pef4n. ¿y usted, ha querido a alguien en este 
mundo.' 

Estrella. ¡Ni lo permita Dios, Pepín! No me ha- 
ble usted de amores. Me temo; me temo enamorada. 
Soy una mujer que tiendiun corazón tan ardiente, y 
que quiere de un modo, Pepín, que me temo; me 
temo. 

Pepín. Pues... de amores deseaba yo hablar con 
usted hoy mismito. 

Estrella. Mire usted que me temo, Pepín; que 
me temo. 

Pepín. Mejor. ¿Y a mí, me teme usted.^ 

Estrella. A usted, no; es usted un buen amigo 
mío... 

Pepín. ¿Y si aspirara a ser algo más.^ 

Estrella. Que me temo, Pepín; que me temo. 

Pepín. ¡Encantado yo con esos temores! Bien 
claro me indican que ese corazoncito volcánico... tie- 
ne alguna lava para mí. 

Estrella. Pepín, por Dios, que he pasado muy 
mala noche... que estoy muy nerviosa... No siga us- 
ted por ese camino... yo se lo ruego a usted. Otro 
día... mañana, si usted gusta, hablaremos del particu- 
lar... Hoy me temo; me temo. ;Ouiere usted que va- 
yamos dando un paseo hasta donde están mis her- 
manas.^ 

Pepín. ¡Y hasta el fin del mundo!... 

Estrella. ¡Pepín!... ¡Pepín!... 

Pepín. Escuche usted: ¿en qué se parece el cora- 
zón de una mujer a un impermeable.-^ 



Acto primero 23 

Estrella. ¡Jesús, qué salida! No está mi ánimo 
para acertijos ahora. A Amalia y a Tomás. ^Estira- 
mos un poco las piernas.^ 

Amalia. Las estiraremos. 

Tomás. Admirable proposición. 

Doña Elvira. Hasta la Fuente nada más, ¿eh? 
que yo no los pierda de vista. 

Pepín. Descuide usted, señora. Aquí no hay nin- 
guno tan listo que se pierda de vista. ¡Jeeeeel 

Risas generales, 

Don Segísmuxuo. Aplau^ieyído , ¡Mucho; muchol 
De muy buena ley. 

Se van por la izquierda las dos parejas. Doña El- 
vira se quita las gafas y se levanta a verlas marchar. 
Luego se acerca a su marido y le pregunta: 

Doña Elvira. (.Te satisface este Castrolejo para 
nuestra \{\]d?. 

Don Segismundo. ^'Cómo no? ;Crees tú que de no 
ser así le reiría yo esos chistes.^ Se levanta y pasea 
unos momentos del brazo de doña Elvira. 

Doña Elvira. Me has convencido, Mundo; como 
siempre. 

Don Segismundo. ^'Se te ocurre a ti algún reparo? 

Doña Elvira. ,:Qué podré yo ver que tú no veas? 
Sin embargo, mi instinto de madre recela un poco 
de la formalidad de ese joven. Como su posición es 
muy superior a la nuestra, y estos ricos creen que el 
dinero todo lo allana... ;Tú qué dices? 

Don Segismundo. Que el instinto de madre no se 
engaña nunca. Estoy al cabo de la calle. Pepín, cier- 
tamente, es algo calaverilla, algo ligero... Pero tam- 
bién es algo tonto. Esto me lo dice a mí mi instinto 
de padre. Encuentro yo que es el marido justo para 
una mujer tan avispada como Estrella. El matrimo- 
nio es equilibrio... Que siembre, que siembre... Por 
todas partes se va a Roma... Que siembre... 



24 Las de Caín 

Doña Elvira. Mundo, Mundo, ¡qué talento te ha 
dado Dios! Y a mí, ¡qué gran fortuna con hacerte el 
padre de mis hijas, siendo yo una mujer vulgar y 
adocenada! 

Don Segismundo. En nuestras hijas estriba todo 
mi talento. Con ocho hijas no hay modo alguno de 
ser torpe. ^-Quién era yo, cuando tuve la dicha de 
hallarte.? 

Doña Elvira. La dicha fué la mía, Segis. 

Don Segismundo. De entrambos. Yo no era más 
que un humilde profesor de lenguas vivas. Pero me 
encontré en siete años con ocho lenguas vivas más, 
que empezaron a pedirme medias, y zapatos, y mo- 
ños, y sombreros... ¡Hasta entonces no supe bien lo 
que eran lenguas vivas! Convéncete, esposa: se le 
aguza el ingenio a una puerta. 

Doña Elvira. ¡Ay! Dios nos dé salud para ver 
a estas cinco palomas tan bien casadas como a las 
tres mayores. 

Don Segismundo. Y aun mejor. En eso tengo 
gran confianza. Se me figura que le hemos cogido el 
tranquillo a esto de las bodas. 

Doña Elvira. La de Tomás creo que va para lar- 
go. Es muy simpático, muy bueno; pero no tiene 
oficio ni beneficio, ni pariente ni ambiente. 

Don Segismundo. Habiente has de decir, Elvira. 

Doña Elvira. ¿Habiente.?* ¡Qué mal me suena eso! 

Don Segismundo. Pues así es... Con Tomás me 
hago yo ilusiones, acaricio proyectos futuros... Ya 
saldrá, ya saldrá... Hay madera en él, hay un cora- 
zón; hay un hombre... Sin voluntad, sin rumbo toda- 
vía... que va donde lo lleva el viento... Pero el viento 
soy yo, ¿comprendes.^ Tomasito no necesita más que 
un par de lenguas vivas que le pidan pan por las ma- 
ñanas, y se hará un mozo de provecho... Al tiempo, 
Elvira... Ya saldrá, ya saldrá... 



Acto primero 25 

L Doña Elvira. Dime: ¿qué has hablado anoche 

' con Rosalía, tocante a xA.lfredo? 

Don Segismundo. ¡Ah! Algo muy profundo y de 
gran trascendencia. 

Doña Elvira. ¿Sí.^ 

Don Segismundo. Tal creo. Si me equivoco, rec- 
tificaré. Rectificar es de discretos, y de sabios equi. 
vocarse. Alfredo adora en Rosalía... 

Doña Elvira. Y es natural que adore; porque 
Rosalía es tan buena, tan inteligente, tan guapa, tan 
graciosa, tan zalamera, tan viva de genio... 

Don Segismundo. Atajando el párrafo. Extracta, 
porque la conozco. Pues bien: Alfredo habla ya de 
preparativos de boda; y esto, que desde su punto de 
vista es muy natural, a mí se me antoja prematuro. 

Doña Elvira. ¿Prematuro que se case una hija 
nuestra.?* Es la primera vez. Me asombras. Mundo. 

Don Segismundo. Te tranquilizaré en seguida. El 
amor de Alfredo a nuestra hija es grande, es intenso: 
de ese que no se borra fácilmente. El amor es siem- 
pre una fuerza; y como todo es poco para casar a 
cinco hijas, sobre todo después de haber casado a 
tres, yo pienso aprovechar la fuerza de ese amor, 
como aprovecha un ingeniero un salto de agua. 

Doña Elvira. ¡Y todavía me permito yo hacerte 
observaciones! 

Don Segismundo. Ya saldrá, ya saldrá... Se casa- 
rán Amalia, Estrella y Rosalía, y ya vendrán mien- 
tras los que hayan de ser compañeros en esta vida 
de Maruchita y de Fifí. 

Doña Elvira. ¡Afortunados mortales! ¡Porque 
mira que Marucha es tan dulce, tan celestial, tan ca- 
riñosa!... Yo las quiero a todas igual — ¡entrañas 
mías! — pero Marucha tiene un encanto, un modo 
de expresarse, un mimo... 

Don Segismundo. La conozco también. 



26 Las de Caín 

Doña Elvira. ¡Y Fifí...! 

Don Segismundo. Fifí, la pobrecita, es una cas- 
taña. 

Doña Elvira. ^'Qué dices, Segis? 

Don Segismundo. Que es una castaña. Si algún 
talento tengo yo, es el de ver las cosas a su luz ver- 
dadera. Ni el ser padre me pone una venda en los 
ojos. Fifí ha nacido tonta de capirote. 

Doña Elvira. No la trates con esa dureza. 

Don Segismundo. (íQué hablas de dureza.? Por lo 
mismo que tiene esa desgracia la quiero más. Pero 
reconócelo: es tonta. Se le encoge el corazón y llora 
sin motivo alguno. Y ya la oyes tú por las noches: 
«¡Papá, que veo al demonio!» «¡Papá, que me tiran de 
los pies!» «¡Papá, que la sombra del sombrero me pa- 
rece un bicho!» Rara es la noche que no le pide a una 
de sus hermanas que se la lleve a dormir con ella. 

Doña Elvira. ¡Tiene diez y seis años! 

Don Segismundo. A esa edad te casaste tú, y 
nunca se te ocurrió pedirme nada por el estilo. 

Doña Elvira. Es verdad. 

Don Segismundo. Pero no te apures: tonta y 
todo, la casaremos. La mujer debe marchar en la vida 
al lado de un hombre. Lo demás es contrario a 
naturaleza. — Te voy a convidar a barquillos. Llaman- 
do a un Barquillero que, momentos antes^ sale por el 
primer término de la derecha y cruza hacia el foro. 
¡Barquillero! 

Barquillero. Acercándose al grupo. ¡Hola! 

Don Segismundo. Vamos a ver si tengo buena 
mano. Toma. Le da una jnoneda de diez céntimos. 

Barquillero. Puede usted tirar cuatro veces. 

Do7t Segismundo juega. 

Don Segismundo. ¡El uno! ¡l'ambién es des- 
gracia! 

Barquillero. Uno. 



Acio primero 27 

Don Segismundo. El cuatro. 

Barquillero. Y cuatro, cinco. 

Don Segismundo. ;E1 uno otra vez.^ 

Barquillero. Y uno, seis. 

Dox Segismundo. ¡Huy, que creí que pescaba el 
treinta! 

Barquillero. Y dos, ocho. 

Don Segismundo. Juega tú otra perrilla, Elvira, a 
ver si tienes mejor suerte. Se la da al Barquillero. 
Toma. 

Doña Elvira. Vamos a ver. Jugando. El quince. 

Don Segismundo. ¡Digol 

Barquillero. Y ocho del señor, veintitrés. 

Don Segismundo. ¡Anda, morena! 

Doña Elvira. ¡El ocho! 

Barquillero. Y veintitrés, treinta y uno. 

Don Segismundo. Sigue, sigue. 

Doña Elvira. ¡El quince otra vez! 

Barquillero. Y treinta y uno, cuarenta y seis. 

Don Segismundo. ¡Atiza! 

Barquillero. Y treinta, setenta y seis. 

Doña Elvira. ¡El treinta! 

Don Segismundo. ¡Buen tino! ^-eh.? 

Barquillero. ¡Vaya una tiraíta! Se pone a contar 
los barquillos. 

Doña Elvira. ^-Ves cómo tengo más fortuna que 
tú, Segis? 

Don Segismundo. En los barquillos, Elvira, en los 
barquillos. 

Sale Alfredo por la derecha. Viene muy alegre. 

Alfredo. ¡Buenos días! ^'Se juega a los barqui- 
llos, eh.^ 

Don Segismundo. Adelantándose a recibirlo. ¡Que- 
ridísimo Alfredo de mi alma! 

Doña Elvira. Por pasar el rato. 

Alfredo. ;Y las chicas.^ 



28 L a s d e C ain 

Don Segismundo. Míralas allí. 

Alfredo. Es verdad; que están en la Fuente. Ya 
me vio Rosalía. 

Barquillero. Dáfidok a doña Elvira dos bande- 
rillas de barquillos y otras dos a don Segismundo. 
Tenga usted, señora. Tenga usted, señor. Pa to- 
dos hay. 

Doña Elvira. Otro día escaparás mejor, hombre. 

Barquillero. ¿Viene usté por aquí toas las ma- 
ñanas.^ 

Don Segismundo. ¡Ja, ja! ¡Es que Elvira, como 
ves, le ha vaciado el bombo! 

Barquillero. Marchándose. De salii sirvan. ¡Bar- 
quillero! ¡Barquillos! ¡De canela! 

Doña Elvira. ^.-Gustas, Alfredo.'^ 

Alfredo. Muchas gracias. 

Don Segismundo. Pues vamos allá, a que nos ayu- 
de aquella gente. 

Doña Elvira. Veamos, sí. Aquí se acerca Ro- 
salía. 

Don Segismundo. A vosotros se os puede dejar 
solos. Y aun se os debe. 

Alfredo. Hasta ahora. 

Don Segismundo y doña Elvira se van por la iz- 
quierda. Alfredo jnira hacia allá^ so?iriendo. Poco des- 
pués aparece muy presurosa Rosalía. 

Alfredo es vehemente., apasionado, de expresión viva 
y franca. 

Rosalía es traviesa^ zala^nera, burlona. Está muy 
segura de si misma y muy particularmente del efecto 
que le producen a su novio su frente .¡ sus ojos., su 
boca... y aun su propia nariz. 

Rosalía. Caballero, vengo extraviada. ¿Es usted 
forastero.' 

Alfredo. Siguiéndole el humor. No, señorita. 

Rosalía. Pues tiene usted cara de isidro. ¿Me 



Acto primero 29 

hace usted el favor de decirme entonces cómo se lla- 
ma esta glorieta? 

Alfredo. La de los idilios creo que la llama el 
guarda. ¿'Por qué.^ 

Rosalía. Porque hace media hora que debiera 
estar en ella mi novio, y por fuerza se ha confundido. 

Alfredo. ¡Qué tonto! ¡Confundirse, esperándolo 
usted! 

Rosalía. No es tonto; es pillo. 

Alfredo. ;Pillo.^ 

Rosalía. O se lo hace. Ven acá: ^'de dónde vie- 
nes, que traes una guía para arriba y otra para abajo.^ 

Alfredo. ¿'Que de dónde vengo.^ cQ'^^ *^^ dónde 
vengo.^ ¡Ay, si tú supieras de dónde vengo! 

Rosalía. Sí que traes una carita de pascuas... Lo 
de siempre: en cuanto andas lejos de mí, no te cam- 
bias por nadie. 

Alfredo. No me digas eso, Rosalía. 

Rosalía. Pues te advierto una cosa: que si te gus- 
ta otra más que yo, tienes la puerta franca para irte. 
Ni me da un patatús, ni tomo cerillas, ni me pego un 
tiro, ni me arrojo al estanque. Al mes, otro novio: 
tengo los pretendientes así. Anda, anda; puedes irte 
si quieres. ^iNo venías tan contento.^ Pues vete, vete 
allá. Donde sea, que tampoco me importa. 

Alfredo. Rosalía, sabes que esa broma me su- 
bleva. 

Rosalía. Si no es broma, no. 

Alfredo. ¡Sí es broma, sí! 

Rosalía. ¡No es broma! 

Alfredo. ¡Sí es broma! 

Rosalía. Mirándolo con coquetería. Pues sí que 
es broma. 

Alfredo. ¿-No ha de serlo.^ ¡Suponer tú que quie- 
ro a iiadie, que pienso en nadie que no seas tú... tú, 
que eres mi vida entera! 



30 L as d e C ain 

Rosalía. ;De verdad? 

Alfredo. ¡Yo no sé hablar sino de verdad cuan- 
do hablo de esto! ¡Si te llevo en el corazón y en el 
pensamiento a todas horas; de noche y de día!... ¡Si 
vas conmigo a todas partes! 

Rosalía. Según donde tú vayas: cuidado. 

Alfredo. Yo no voy más que adonde puedas ir 
tú conmigo. 

Rosalía. ¡Ole ios santos de almanaque! 

Alfredo. ¡Ja, ja, jal 

Rosalía. ¡Lo que yo quiero a mi santito! Pero 
vamos a sentarnos; que santo y todo tienes que ex- 
plicarme tu tardanza de hoy. 

Alfredo. ¡Oh! ¡Mi tardanza de hoy! ¡Mi tardan- 
za!... Tú verás cómo me la agradeces. 

Se sientan en el banco de la derecha. Pasa el Gíiar- 
da en sejttido contrario que antes. 

Guarda. (Edilios por arriba, edilios por abajo, 
edilios por delante, y edilios por detrás... ^'Hasta dón- 
de estaré ya de edilios.^) Vase. 

Rosalía. Bueno: mírame a los ojos: ;por qué has 
tardado.^ No lo pienses, no: vivo, vivo. Habla: ¿por 
qué has tardado? 

Alfredo. Sonriendo, y dándole gran importancia 
a la revelación. ¡Porque he estado en una tienda de 
muebles! 

Rosalía. ¿A qué? 

Alfredo. A buscar una cosa. 

Rosalía. Pues, chico, hacerme esperar por una 
mujer, ya es grave; ¡pero hacerme esperar por un 
mueble!... 

Alfredo. No es uno solo; son varios. Dos camas 
muy lindas, un lavabo, un armario de luna, dos mesas 
de noche, cuatro sillitas, dos butacas... 

Rosalía. ¿Estás loco, Alfredo? 

Alfredo. ¡Loco estoy! ¡Por til ¡Y no quiero que 



A ci o p r im er o 31 

me pongas cuerdo; quiero seguir loco; eternamente 
loco y a tu lado! Verás lo que ocurre. Anoche, al 
volver a casa, me encontré una carta de papá. La 
aguardaba con impaciencia. Es contestación definiti- 
va y categórica a dos o tres mías sobre lo mismo. ;No 
ves? ^-No ves cómo tiemblo de gozo.^ ¡Te abrazaría de 
mejor gana que lo estoy diciendo! 

Rosalía. ¡Pues ya iba a ser abrazo! ¡Porque los 
ojos te echan chiribitas! 

Alfredo. Bueno: mi padre me dice que, en efec- 
to, él está ya cansado de visitar enfermos y de poner 
recetas; que su titular y sus visitas serán para mí; 
que en el pueblo se me recibirá con gran simpatía... 
y que no hay más que hablar: que me case, en vista 
de que no tengo remedio, y que me vaya allá con 
mi mujercita, cuanto antes mejor. ¡¿Qué te parece? 

Rosalía. (¡Es muy grande el cementerio de ese 
pueblo? 

Alfredo. ^.-A qué viene eso ahora? 

Rosalía. Porque todo va a ser poco cuando tú 
empieces a recetar. 

Alfredo. ¡Déjate de chirigotas, Rosalía! Obser- 
vando que se ha quedado pensativa de pronto. Pero 
^•qué te ocurre? ;Qué cara es esa? ^^No te alegras con 
lo que te he dicho? 

Rosalía. ^'No he de alegrarme, tonto, si veo lo 
que me quieres, si te quiero yo más aún... y ese es tu 
porvenir y el mío? 

Alfredo. Entonces, no comprendo... 

Rosalía. Alfredo, ^tu cariño no es cosa pasajera, 
verdad? ¿Es de toda la vida, verdad? 

Alfredo. ¿Y tú me lo preguntas? 

Rosalía. ¿Tú por nada ni por nadie dejarás de 
quererme? 

Alfredo. Pero ¡qué simpleza! Rosalía, me alar- 
man tus palabras. ¿Por qué no has estallado de ale- 



32 L as d e C ain 

gría como yo, al oír lo que a mí me ha quitado el 
sueño esta noche? 

Rosalía. Con gravedad; retardando un poco la 
respuesta. Porque yo, Alfredo, no puedo casarme 
por ahora. 

Alfredo. ¿Cómo.'^ ¿Qué.^ ^-Quién lo impide? 

Rosalía. Nadie. 
^ Alfredo. ¿Nadie? 

Rosalía. Nadie más que yo. 

Alfredo. ¿Tú, muchacha? ¿Estás en tu juicio? 

Rosalía. Yo misma, yo. Yo, que he resuelto hace 
tiempo no dejar a mis padres hasta que se casen mis 
hermanas. 

Alfredo. ¿Tus hermanas? 

Rosalía. Sí. 

Alfredo. ¿Las cuatro? 

Rosalía. Las cuatro. 

Alfredo. ¡Ave María Purísima! ¡Qué disparate! 

Rosalía. Lo será para ti. 

Alfredo. Levantándose descompuesto. ¡Y para 
cualquiera que discurra serenamente! ¿Quieres de- 
cirme qué... qué...? 

Rosalía. ¿Qué? 

Alfredo. ¿Qué origen, qué fundamento, qué 
meollo tiene esa resolución que has tomado? 

Rosalía. Debieras comprenderlo sin decírtelo yo. 
A ti te consta que en mi casa soy poco menos que 
indispensable. No sólo le ayudo a mi padre en sus 
trabajos, que cada día lo rinden más y lo fatigan, sino 
que cuido de mis hermanas: que cuido de ellas en to- 
dos sentidos; tú lo sabes. 

Alfredo. ¡Ah, pues que...! 

Rosalía. ¿Qué? 

Alfredo. Nada; iba a decir una tontería. 

Rosalía. Mejor es que te la hayas callado. 

Alfredo. ¡No extrañes que desafine, Rosalía, por- 



A c t o p r im er o 33 

que todo lo podía yo esperar menos esa pitada! ¿-Tú 
has meditado bien lo que es en Madrid casar a cuatro 
niñas? 

Rosalía. Nos iremos a Filipinas, si te parece. 

Alfredo. ^'Tú no consideras todo lo que hay que 
esperar para eso.^ 

Rosalía. Pues esperamos. 

Alfredo. ¡Eso es: esperamos! ^Y si no se ca- 
san.^ 

Rosalía. Sí se casan. 

Alfredo. ¡jY si no se casan.? 

Rosalía. Si no se casaran, ya veríamos. Por ahora 
hay que esperar. 

Alfredo. [Ah, no, no! ¡Esto no puede tolerarse, 
Rosalía! Yo hablaré con tu padre... 

Rosalía. Habla con quien quieras. ¡Bonito modo 
de alborotarse tiene el niño! ¡Vaya un cariño el tuyo! 
Al fin y al cabo, hombre. Tan egoísta como todos. 
En cuanto se os contraría en lo más mínimo, os po- 
néis por las nubes. 

Alfredo. ¿Cómo en lo más mínimo.? ¿Pero a qué 
le llamas tú lo más mínimo? ¡A un hombre que está 
rabiando por casarse, le pides que se siente a la 
puerta, a ver si pasan novios para tus hermanas! ¡Ro- 
salía, esto tiene todo el carácter de una burla! 

Rosalía. Pues no lo es. Y a mí no me chilles: que 
lo que me sobran a mí son despachaderas para darte 
a ti pasaporte. Pero volando, ¿eh? 

Alfredo. ¡Rosalía!... 

Rosalía. Nada, nada: aunque se te salgan los ojos 
del cráneo, no me caso mientras no se casen mis her- 
manas. Y si me apuras mucho, hasta que enviude 
una de ellas. 

Alfredo. Va a contestarle destempladameyíie y se 
7-eprhne. Me voy: me voy... por no tener un disgusto 
serio. 



34 Las de Caí ?i 

Rosalía. Lo tendrías tú: yo me quedo tan 
fresca. 

Alfredo. Cortando por lo saiw. Hasta luego... si 
voy a tu casa. 

Rosalía. Allá tú. 

Alfredo. Ah, ¿allá tú.? 

Rosalía. ¡Claro! 

Alfredo. ¡Vaya! ¡Te has propuesto darme la ma- 
ñanita! 

Echa a andar hacia el foro^ a tiempo que por ¡a iz- 
quierda vuelve don Segismundo y se encara con él. 

Don Segismundo. ¿Qué es eso.? ¿Adonde vas así.^ 
¿Qué pasa.? 

Alfredo. Alteradísimo. ¡Pasa... pasa... pasa que 
esto no puede ser! 

Don Segismundo. Con gran complacencia. No pue- 
de ser. 

Alfredo. ¡Lo defienda quien lo defienda, no pue- 
de ser! 

Don Segismundo. No puede ser. 

Alfredo. ¿Pero usted sabe de lo que se trata, 
señor.? 

Don Segismundo. No; pero cuando tú, que eres 
tan sentadito, me dices que no puede ser... 

Alfredo. ¡Bah! ¡bah! ¡A la noche hablaremos! 
¡Abur! Se va por la derecha como alma que lleva el 
diablo. 

Rosalía lo ve irse sonriendo. Caín., e7i actitud se- 
ráfica, 

Don Segismundo. ¿Le doraste la pildora.? 

Rosalía. Se la ha tragado sin dorar. Yo sé cómo 
hago las cosas con éste. Me quiere mucho. 

Don Segismundo. ¡Cuánto te agradezco, hija mía, , 
el sacrificio a que te prestas en bien de tus her- 
manas!... 

Rosalía. ¿Sacrificio? Ninguno. Pero si lo fuera 



Ac to primer o 35 

también lo haría. Alfredo volverá a pedirme perdón 
antes de diez minutos. Nuestro reinado es éste: de 
novias. ¿Y qué me importa a mí seguir de reina algún 
tiempo más? Hasta que tú quieras, papaíto. 

Don vSegismuxdo. ¡Mucho; mucho! Corre tu san- 
gre por mis venas... ¡Al revés! 

Rosalía. Bueno: y ya que lo he hecho, ¿me quie- 
res descubrir la idea que te llevas? 

Don Segismundo. ¡Ja, ja! Curiosilla... Si tela des- 
cubriera, sabrías tú tanto como yo. Y tú tienes los 
cabellos negros y los míos principian a blanquear... 
Sobre que tal vez no me comprendieses... Ya saldrá, 
ya saldrá... Lo que me encanta es esta sumisión, esta 
unión de todos nosotros ante la perspectiva del bien 
de alguno... No cabe duda: somos una familia ejem- 
plar. Volviéndose hacia la izquierda. ¡Y mira quién 
llega con las chicas! 

Sale el tío Cayetano pavoneándose. De un brazo 
trae a Marucha y del otro a Fifí. El Lacayo lo sigue 
impasible, como siempre. 

Rosalía. ¡Ah! ¡Tío Cayetano! ¡Dichosos los ojos! 
¿Cómo usted por estas soledades? 

Tío Cayetano. A dar un paseo... y a tomar mi 
vaso de leche. Yo, ya se sabe: en cuanto llega la pri- 
mavera, mi vaso de leche por las mañanas no hay 
quien me lo quite. 

Don SegiSxMundo. Muy sano, muy sano... 

Rosalía. ¿Ha visto usted qué bonitos han queda- 
do los trajes? 

Tío Cayetano. Ya, ya he hablado yo de eso con 
Marucha. 

Marucha. ^^Y sabes lo que dice? Mira si será malo: 
dice... 

Tío Cayetano. Digo yo que los bonitos no son 
los trajes, sino las perchas. Se me ha ocurrido 
eso. 



36 Las de C aín 

Se ríen todos de la agudeza indudable y él engorda 
un milímetro momentáneamente . 

Rosalía. ¡Las perchas! ¡Tiene gracia! 

Don Segismundo. ¡Mucho; mucho! Eso es de bue- 
na ley; de buena ley. 

Tío Cayetano. ^'Eh, Segismundo? Digo yo que 
los bonitos no son los trajes, sino las perchas. <iEh.? 
¡Las perchas! Se ríe prolongando su éxito. 

Makucha. Pero, Rosalía, ¿-tú qué haces que no fe- 
licitas al tío Cayetano? 

Rosalía. (jCómo? 

Marucha. Dale la enhorabuena: está de enhora- 
buena. (¡Sabes? Le han dado otra cruz. 

Don Segismundo. Sí, mujer; pero ¿en qué estás 
pensando? ¡Si acabo de decírtelo yo! 

Rosalía. ¡Es verdad! ¡Si papá vino a eso! Sólo 
que con esta risa de las perchas y de los trajes... ¡Pues 
que sea enhorabuena, tío Cayetano! ¡Muy enhorabuena! 

Tío Cayetano. ¡Bah! Es de lo menos importante 
que tengo... 

Rosalía. ¿Qué cruz es? 

Tío Cayetano. La cruz del Mérito Urbano de pri- 
mera clase. Como he adoquinado un trozo de mi 
calle de mi bolsillo particular... se ha empeñado el 
ministro... Pero no tiene más que usía. Eso sí: la cruz 
es muy vistosa. El día del Corpus me la pondré para 
que me la vean. 

Don Segismundo. ¡Ay, ay, ay! ¿Qué cruz habrá 
que tú no merezcas, Cayetano? 

Marucha. Dices bien, papá: se las merece todas, 
porque es buenísimo. Y los demás hombres son muy 
malos. Y él nos quiere mucho. Y al que no nos quie- 
ra a nosotros que no le den cruces. ¿Verdad, tío Ca- 
yetano? 

Tío Cayetano. ¡Qué mocosilla esta!... Hombre, 
Segis, a Fifí es a la que encuentro yo paliducha. Fifí 



Acto primero 37 

principia a amarar la car a^ próxima al sollozo. ¿Qué 
le sucede? ¿-Ha dejado de tomar aquel tónico que yo 
le mandé? 

Rosalía. No hablen ustedes de Fifí, que vamos 
a tener llantina. Miren ya qué cara está poniendo. 

Tío Cayetano. ¿Cómo se entiende? ¡Delante del 
tío Cayetano no se llora! 

Don Segismundo. No extrañes que ande así. Su 
edad es muy crítica... Va de crisálida a mariposa. 
Está en el tránsito de niña a mujer. 

Rosalía. Pues ninguna de nosotras se ha puesto 
tan tonta en ese tránsito. 

Fifí. Con el corazón encogido. Mejor... mejor... 

Tío Cayetano. Nada, si sigue así, este verano 
hay que pasar un mes en el campo: ¡al aire libre! 
¡No hay más remedio! ¡Lo dispongo yo! ¿* Eh, 
Fifí? ¡Yo! 

Don Segismundo. Cayetano... 

Rosalía. Tío Cayetano... 

Tío Cayetano. ¡Sierra! ¡Mucha sierra! ¡Repito 
que lo dispongo 3^0! Nada de mar, ^.-eh? ¡Pinos! ¡Mu- 
chos pinos! Ya están de acuerdo todos los médicos 
en que el mar va resultando algo húmedo. Yo lo he 
leído en una revista portuguesa. Y es muy aburrido, 
además, como no pasen barcos. 

Marucha. Tío Cayetano, tiene usted que hacer- 
nos alguna perrada un día para que vea lo que le 
queremos. 

Tío Cayetano. ¡Ja, ja, ja! ^iTú has oído? 

Don Segismundo. Tiene razón Marucha: no te 
cansas de ser generoso... y pudieras creer... 

Tío Cayetano. ¡Bah, bah, bah! Doblemos la hoja. 
Me voy a mi coche. 

Marucha. (jSe va usted ya a su coche? 

Tío Cayetano. Sí. Ya he digerido mi vaso de 
leche. 



38 Las de C ain 

Rosalía. Pues lo acompañaremos al coche, ¿-no? 

Marucha. Sí, sí; vamos a acompañarlo. 

Tío Cayetano. Como queráis. 

Don Segismundo. Yo me quedo, ¿eh.^ no venga 
su madre con las otras... 

Tío Cayetano. Sí, hombre, sí. Adiós. 

Don Segismundo. Enternecido por la gratitud. 
¡Adiós, Cayetano: no te digo nada! 

Tío Cayetano. Adiós. Se va por la derecha con 
las tres muchachas., inflado como un globo. 

Rosalía. Oiga usted, tío Cayetano: ¿cuándo le 
veremos a usted esa cruz.^ 

Marucha. Tío Cayetano, ¿-sabe usted lo que dice 
Fifí? 

Fifí. ¡A ver si te callas! 

Rosalía. Tío Cayetano... 

Marucha. Tío Cayetano... 

Desaparecen. Caín contempla la escena^ y de cuando 
en cuando saluda con la mano., sonriendo. 

Don Segismundo. ¡Bien haya ese hombre, para 
quien toda nuestra gratitud es escasa! ¡Mis hijas son 
suyas!... Vamos, como a suyas las quiere. 

Por la derecha del foro vuelve Alfredo cogido del 
brazo de Marín^ que se resiste un poco. 

Este Marín es un muchacho de aspecto sencillo, hu- 
raño y tristón; nada cortesano. 

Alfredo. Ya verá usted: son unas chicas muy 
simpáticas. 

Marín. Si no lo dudo, amigo Ruiz; pero no tengo 
humor de tratar con nadie. 

Alfredo. ¡Por lo mismo! Usted necesita distraer- 
se; cambiar en absoluto de vida; salir de su monólo- 
go. Venga usted. 

Marín. Pero, hombre... 

Alfredo. Venga usted. ¡Don Segismundo! 

Don Segismundo. ¡Hola! Al ver a Alfredo con un 



A c i o p r im ero 39 

amigo de buen porte^ la alegría del triunfo le brilla en 
los ojos. ¡Alfredito! ¿-Tú por aquí de nuevo, Al- 
fredito? 

Alfredo. Voy a tener el gusto de presentarle a 
usted a mi amigo Leopoldo Marín. 

Don Segismundo. Ah, con mil amores... Muy fa- 
vorecido... 

Marín. Muchas gracias, señor... 

Alfredo. Don Segismundo Caín y de la Muela; 
mi futuro padre político. 

Don Segismundo. Para servir a usted. 

Marín. Muchas gracias. 

Alfredo. Aquí lo tiene usted: un muchacho sim- 
pático, inteligente, bien parecido, con dinero... y que 
se va a morir este año. 

Don Segismundo. ¡Hombre! ¡hombre! Todo está 
muy bien menos lo último. 

Marín. Alfredo se chancea; estos males de carác- 
ter nervioso tienen, encima de ser insoportables, esa 
gracia: la de que nadie los toma en serio. 

Don Segismundo. Pero ¿'está usted malo de ver- 
dad.^ Porque el aspecto... ¡lo que es el aspecto!... 

Marín. Según la gente, estoy rebosando salud. 
Ya oye usted a Alfredo. Pero hace unos meses que 
los nervios no me dejan vivir ni hacer nada a dere- 
chas. Soy su juguete, a mi pesar. 

Don Segismundo. ¿Vive usted en Madrid.^ 

Marín. No, señor: estoy aquí de temporada. Vivo 
con mis padres en una aldea de Asturias. 

Alfredo. Una desgracia más. El padre, vién- 
dolo así, para pocos días, le llenó la cartera de bi- 
lletes y le dijo: «Anda, vete a Madrid: diviértete lo 
que te queda de vida.» Nos hemos conocido en el 
café. 

Marín. Ya no voy. 

Don Segismundo. ^Por qué.^^ 



40 L as de C ain 

Marín. Porque, al fin y al cabo, habla uno de 
sus males y molesta. ;Qué le importa a nadie lo 
que cada cual sufra por dentro.'' Y para no incu- 
rrir en esa falta, si usted no tiene nada que man- 
darme... 

Don Segismundo. Estrechándole la vtano. Que me 
mande usted es lo único que se me ocurre. Mirando 
hacia la izquierda y haciendo tiempo para que llegue 
su señora. Le daré a usted una tarjeta mía. 

Marín. Yo siento no traer, pero es lo mismo: en 
el Hotel María me tiene usted a su di"sposición. 

Don Segismundo. Tantas gracias. Entregándole 
SIL tarjeta. Ahí va mi nombre y las señas de la choza 
en que me puede usted mandar a toda hora. 

Marín. Obligadísimo. 

Don Segismundo. Estrechándole nuevamente la 
mano. Y nada más, sino que deseo que usted destie- 
rre pronto esas aprensiones... Pero aguarde un se- 
gundo: lo presentaré a mi esposa, que aquí llega, y 
que tendrá un gran placer en saludarlo. 

Marín. Y yo a la vez. 

Sale doña Elvira por la izquierda. La siguen Es- 
trella y Pepin, Amalia y Tomás. 

Don Segismundo. Elvira, te presento al señor... 

Alfredo. Marín: Leopoldo Marín. 

Do\ Segismundo. Al señor don Leopoldo Marín, 
amigo íntimo de Alfredo. 

Doña Elvira. ¡Oh! 

Marín. Señora... 

Doña Elvira. Basta que sea usted amigo suyo 
para que desde ahora lo sea nuestro. 

Don Segismundo. Y va usted también a conocer 
a estas parejitas. Mi hija Estrella... 

Estrella. Servidora de usted. 

Marín. ¿'Cómo está usted? Les va dando la mano 
a todos. 



Acto primero 41 

Estrella. Bien, ly usted? 

Marín. Bien, mil gracias. 

Don Segismundo. Mi hija Amalia... 

Marín. Tengo mucho gusto... 

Amalia. El gusto es mío. 

Don Segismundo. Don José Castrolejo... 

Marín. Beso a usted la mano. 

Pepín. Beso a usted la suya. 

Don Segismundo. Don Tomás Menéndez... 

Marín. Muy señor mío. 

Tomás. ¿Sigue usted bien.^ 

Marín. Bien, para servirle... Muchas gracias. 

Hay una pausa^ durante la cual todos se miran y a 
nadie se le ocurre nada. 

Don Segismundo. Pues este señor es asturiano... 
y está de temporada en Madrid. Mira hacia la dere- 
cha a ver si vienen las otras niñas. 

Alfredo. Ya lo llevaré a casa alguna noche. 

Doña Elvira. Nos veremos muy honrados con 
ello. 

Marín. La honra será mía. Y con permiso de us- 
tedes... Dándoles sucesivamente otra vez la mano a 
todos. Señora, a los pies de usted. 

Doña Elvira. Adiós, Marín; beso a usted la mano. 

Marín. Señorita, a los pies de usted. 

Estrella. Beso a usted la mano. 

Marín. A los pies de usted, señorita. 

Amalia. Beso a usted la mano. 

Marín. Leopoldo Marín, en el Hotel María... 

Pepín. José Castrolejo, Velázquez, treinta y tres... 

Marín. Lo mismo le digo: en el Hotel María... 

Tomás. Gracias. Tomás Menéndez, Jacometrezo, 
veintiuno... 

Marín. Señor Caín, he tenido un placer muy 
grande... Amigo Alfredo, lo dejo a usted aquí con su 
familia... 



42 Las de Caín 

Don Segismundo. ¡Caramba, pues ya va usted a 
conocer al resto!... 

Marín. ¿-A qué resto.'' 

Don Segismundo. ¡Al de la familia! 

Alfredo. ¡Es verdad! 

Sale por la derecha Fifí. 

Don Segismundo. Fifí. El señor Marín. Esta es 
la menor de la casa. 

Marín. Señorita... 

Fifí. ¿-Está usted bueno.'' 

Marín. Bien, ¿-y usted.? 

Fifí. Bien, gracias. ¿Su familia está buena.? 

Marín. Buena, gracias. A la de usted ya la veo 
tan buena... 

Sale Marucha. Marín se sorprende ligeramente. 

Don Segismundo. Maruchita. El señor Marín; un 
amigo de Alfredo. 

Marucha. Ay, tanto gusto en conocerlo a usted... 

Marín. El gusto es mío, señorita. 

Marucha. ¿Cómo está usted.? 

Marín. Bien, gracias, ¿y usted.? 

Marucha. Yo bien; muchas gracias. Mamá, ¿a 
quién se le parece en los ojos.? 

Doña Elvira. En los ojos... Eso estaba conside- 
rando yo... ¿Es a tu primo Poli.? 

Marucha. ¿Qué se ha de parecer a Poli.? ¡Qué 
más quisiera Poli! 

Marín. Usted me favorece, señorita. 

Marucha. Es que usted no conoce a Poli. 

Marín. No... no conozco a Poli... Y no molesto 
más. 

Don Segismundo. Queda otra. 

Marín. ¿Qué.? 

Sale Rosalía. 

Don Segismundo. Que quedaba otra. 

Marín. ¡Ah! 



A'c t o p r i m c r o 43 

Alfredo. Y esta presentación la hago yo. Ro- 
salía. 

Rosalía. ¡Hola! 

Alfredo. Mi amigo Leopoldo Marín. Mi futura. 

Marín. Tanto honor... 

Rosalía. Tanto gusto... 

Marín. Para gusto, el de su novio de usted. 

Rosalía. ¡Un millón de gracias! 

Marucha. ¡Mira qué amable! Mamá, ^-has visto 
qué amable.^ 

Don Segismundo. ¡Mucho; mucho! 

Marín. Es cosa que salta a la vista. Y me mar- 
cho ya. Despidiéndose muy <2/n^<2. Señorita, la felicito 
a usted... Es decir, felicito... Felicito a los dos. 

Rosalía. Muchas gracias. 

Marín. A los pies de usted, señorita. 

Marucha. Beso a usted la mano. 

Marín. A los pies de usted. 

Fifí. Beso a usted la mano. 

Doña Elvira Tendiéndole la diestra. Adiós, Leo- 
poldo. 

Marín. Adiós, señora. Un poco atolondrado ya^ 
vuelve a darles la mano a los de^nás personajes. Adiós, 
señorita. 

Estrella. Adiós. 

Marín. Adiós, señorita. 

Amalia. Adiós. 

Marín. Adiós, amigo. 

Pepín. Adiós. 

Marín. Adiós, amigo. 

Tomás. Adiós. 

Marín. Adiós, Alfredo. 

Alfredo. Hasta la vista. 

Marín. Don Segismundo... 

Don Segismundo. Repito... 

Marín. Adiós a todos. 



44 L a s d e C ain 

Todos. Adiós, adiós... 

Se quita Marhi el sombrero y saluda. Al encami- 
narse hacia la izquierda del foro., lo detiene Cain con 
un grito. 

Don Segismundo. Pero ¿qué es eso.'' ¿Pero se mar- 
cha usted por ahí.?" 

Marín. Sí, señor. ;Hay inconveniente.^ 

Don Segismundo. ¡Haberlo dicho, hombre! ¡Si 
por ahí nos marchamos todos! ¡Si ese es nuestro ca- 
mino! 

Doña Elvira. ¡Es verdad! ¡Y la hora de marchar- 
nos, ésta! 

Don Segismundo. ¡Nos iremos juntos! 

Marín. Con la respiración entrecortada. Yo lo ce- 
lebro muy de veras... pero si lo llego a saber... no 
me despido tantas veces... 

Grandes risas acogen la salida del nuevo amigo. 

Don Segismundo. ¡Mucho; mucho! ¡De muy bue- 
na ley; de muy buena ley! 

Doña Elvira. ¿-Vamos, Mundo.^* 

Don Segismundo. Vamos, sí, vamos. 

Alfredo. Vamos, vamos. 

Rosalía. Vamos. 

Se dirigen todos hacia el foro^ rodeando al pobre 
Marín, que no sabe a quién atender. Inmediatamente 
en torno suyo van don Segismundo, doña Elvira, 
Maruchay Fifí. Detrás, por parejas, Alfredo y Rosa- 
lia, Estrella y Pepín, Amalia y Tomás. Hablan todos 
a un tiempo: gran algazara. 

El Guarda asoma por el primer término, creyenao 
que se han echado a la calle los republicanos. 

Guarda. ¡Rediez, qué bullicio! ¡Paece que les ha 
tocao la lotería! 



fin del acto primero 



ACTO SEGUNDO 



Despacho en casa de Caín. Una puerta al foro y otra a la 
izquierda del actor, en primer término. A la derecha un 
balcón. Una chimenea de chaflán, entre las paredes del 
foro y de la izquierda. Cercana al balcón la mesa de tra- 
bajo. Muebles modestos, con la huella de muchas mudan- 
zas encima. Una anaquelería atestada de libros y papeles. 
En las paredes, dos o tres retratos al óleo, de esos que se 
trasmiten de padres a hijos, sin que haya una buena vo- 
luntad que los queme. Sobre la chimenea una corona de 
laurel. En el pasillo, frente a la puerta del foro, un per- 
chero. Es de noche. Luz en el centro de la habitación. 

Rosalía, sentada a la mesa de trabajo^ escribe lo que 
le dicta su señor padre. Don Segismundo traduce de 
un libro que tiene en la jnano, y pasea. Está de batin 
y babuchas. Rosalía viste un trajecito de casa muy 
sencillo, y delantal. Como ella visten sus hermanas. 

Don Segismundo. «El tren marchaba con vertigi- 
nosa rapidez. Allá lejos, cada vez más lejos, entre la 
espesa niebla, adivinábanse las luces de París, de 
aquel París dorado y brillante que fué primero su 
sueño, después su encanto, y al cabo su ruina. A los 
ojos del viajero asomó una lágrima.» 

Rosalía. Acabando de escribir, «...asomó una lá- 
grima.» 

Don Segismundo. Mira, pon dos lágrimas, por- 
que a los dos ojos es muy difícil que asome una sola. 

Rosalía. ¡Aunque el viajero fuese tuerto! 

Don Segismundo. ¡Ja, ja! Pero ¡que esto se publi- 



46 LasdeCain 

que... y se venda... y tenga que traducirlo yo! En fin, 
¡qué diablo! peor fuera no verlo... ser... aquello que 
dijimos, y tener las narices de corcho. Adelante. 

Aparece Tomás por la derecha del foro en el pasillo. 
Deja sil sombrero en el perchero^ y^ después de salu- 
dar, sigue por el mismo pasillo hacia la izquierda. 

Tomás. Buenas noches. 

Don Segismundo. Hola, Tomasito; buenas noches. 

Rosalía. Se ha levantado mucho aire, ^-verdad.? 

Tomás. Mucho, sí. Aire de tormenta. 

Rosalía. Ya lo he conocido yo en mis nervios. 

Tomás. ^'Se labora.?* 

Don Segismundo. Un poco. Ganarás el pan con 
el sudor de tus disparates. 

Rosalía. i\llá en el comedor están las chicas con 
la tía Mercedes. 

Tomás. Pues, hasta ahora; no quiero molestar. 

Don Segismundo. Tú no molestas nunca, hijo 
mío. A Rosalía, bajo. Hijo mío: que digiera la frase. 
Volviendo al libro. «Capítulo decimosexto. La heren- 
cia de los Golber. Han pasado seis meses.» «Le soleil 
clair et beau de le p7'intemps divin...» ¿Cómo, cómo.? 
^A real el pliego y descripciones pintorescas.^ ¡No en 
mis días! Leyendo a saltos para ver lo que va a tra- 
garse. «Des Jleurs... oiseaux... ruisseaux...» ¡Bah, bah, 
bahl «Fontaines... ombrages... vergers... les nenúfar s 
dores. ..y> ¡Bah, bah, bah! Escribe: «Llegó la primave- 
ra.» Punto final. Hemos traducido medio capítulo con 
una sencillez lapidaria. 

Asoma Pepín Castrolejo como Tomás, y hace lo 
propio. 

Pepín. Buenas noches. 

Don Segismundo. ¡Oh! ¡El gran Pepín! 

Pepín. Hola, Rosalía. 

Rosalía. Hola. 

Pepín. Don Segismundo, dispense usted que lo 



A r t o s e ^ u 71 d o 47 

distraiga un momento de su tarea; pero le traigo de- 
dicado un colino. 

Don Segismundo. ¡Ja, ja! 

Pepín. Como le hacen a usted tanta gracia... 

Don Segismundo. ¡Mucha me hacen! 

Pepín. Oiga usted. ¿Cuál es el cohno del encua- 
dernador.? 

Don Segismundo. ¿El colmo del encuadernador.? 
Ya sabe usted que no doy nunca... 

Rosalía. ;E1 colmo del encuadernador.? ¿Cuál es.? 

Pepín. ¡Tener hasta las muelas empastadas! 
¡Jeeeee! 

Rosalía. ¡Jesús! 

Don Segismundo. ¡Mucho, mucho! De muy bue- 
na ley. ¡Tener hasta las muelas empastadas! ¡Mucho; 
mucho! 

Pepín. En el Círculo esta mañana me han queri- 
do acogotar porque lo dije. ¡Jeeeee! 

Don Segismundo. ¡Ja, ja! 

Pepín. Hasta luego. 

Don Segismundo. ¡Adiós! Se vuelve para mirar a 
Rosalía^ que lo inira a él, a guisa de comeiitario. Con 
los ojos nos lo decimos todo. Estrella lo espabilará. 

Sale Marucha por la puerta de la izquierda. 

Marucha. Pero ¿no ha venido mamá todavía? 

Don Segismundo. No; todavía no ha venido. 

A'Iarucha. Me pareció oírla hablar. Estoy más in- 
quieta esta noche... ¡Pobrecito Marín! Debe de estar 
peor... 

Don Segismundo. ¿Por qué razón, muchacha.? 

Marucha. ¿A ti no te dice nada el corazón, Ro- 
salía.? 

Rosalía. ¿De Marín.-^ Sí. De Marín me dice una 
cosa... que yo no te digo. 

Marucha. ¡Ay, qué mala eres!... Papá, ¿ves qué 
mala.?... ¿Y a ti, qué te dice el corazón.? 



48 Las de Car n 

Don Segismundo. ¡El corazón a mí me habla muy 
pocas veces ya!... ¡Si vieras!... 

Marucha. Pues a mí no para de hablarme. 

Don Segismundo. ¡También lo creo! 

Marucha. ¡Y me está diciendo desde anoche unas 
cosas más tristes!... ¡Pobrecito Marín! Venir a distraer- 
se a Madrid, caer enfermo de gravedad, y encontrar- 
se sólito en la habitación de una fonda... ¡Qué pena! 
¡Sin tener a su alrededor ninguna persona querida!... 

Don Segismundo. Mujer, mujer... a falta de las de 
su familia, tu madre desde el primer momento no 
abandona la cabecera de su cama. 

Rosalía. Lo está tratando como a un hijo. Dos 
noches lo ha velado ya. 

Marucha. ¡Ay! Me he quedado un poquito tras- 
puesta en el comedor, ¡y he soñado una de horrores 
en dos minutos!... 

Don Segismundo. Pues date ahora una vuelta por 
los pasillos, bébete un buen vaso de agua fresca, y 
desecha esas ideas terribles... 

Marucha. Como me lo dices voy a hacerlo. Por- 
que estoy tan preocupada con Marín... Rosalía, no te 
rías, no seas mala. Papá, dile que no sea mala... Ya 
veis que es un muchacho que no ha venido acá más 
que unas cuantas veces... y que ni se ha fijado en mí 
ni muchísimo menos... pero ¡qué sé yol... ¡Vaya us- 
ted a explicarse!... 

Don Segismundo. Anda, anda; déjanos trabajar. 

Rosalía. Y vete luego al comedor, no se duerma 
la tía Mercedes. 

Marucha. La tía Mercedes no se duerme. ¡Sabe 
más!... Cierra un ojo, y los novios se creen que es el 
bueno, y que está dormida... Y el que cierra es el de 
cristal. ¡Ay, Jesús! ¡Quiera Dios que se me va^^an es- 
tas ideas tan tristes!... Éntrase por la puerta del foro, 
hacia la izquierda. 



A c t o s eg u n d o 49 

Don Segismundo. Cómo me recuerda esta muñe- 
ca de í^larucha a tu madre, cuando nos conocimos. 
Tenía el mismo dengue, el mismo dejillo de mosqui- 
ta muerta... Y luego, 3"a ves: me dio ocho hijas, os ha 
criado a las ocho, y ha sido una mujer para todo en 
la vida. 

Rosalía. Barajando ideas. ¡Pobrecillo Marín!... La 
verdad es que... Bueno, ^'seguimos traduciendo.^ 

Don Segismundo. Seguiremos otro ratito... Lla- 
mándole a esto traducir. «Una mañana, el viejo 
Golber...» 

Sale Brígida por la puerta del foro. Es una criada 
que habla siempre en voz baja y con cara de susto. 

Brígida. Señor. 

Don Segismundo. ¡Vaya! ¿Qué ha}^^ 

Brígida. Una señora pregunta por usted. 

Don Segismundo. ¿*Por mí.^ 

Rosalía. ¿-Quién es, no te ha dicho? 

Brígida. Sí me lo ha dicho, sí; pero se me ha ol- 
vidado. 

Don Segismundo. ¡Válgate Dios! 

Brígida. Aguarde usted: doña... doña... ¡doñaje- 
nara! 

Don Segismundo. ;Doña Jenara Izquierdo.^ 

Brígida. ¡La misma! 

Rosalía. ¿La madre de Tomás.' 

Don Segismundo. Seguramente. Que pase en se- 
guida. 

Brígida. ¿Cómo.'' 

Don Segismundo. Que pase. 

Brígida. ¿Que pase.^ 

Don Segismundo, Sí; que entre. 

Brígida. ¡Ahí Eso es otra cosa. Se va. 

Rosalía. ¡Qué mujer! Parece que está siempre 
asustada. 

Asoma Brígida de nuevo. 



50 Las de Caín 

Brígida. {K la sala o aquí? 

Don Segismundo. Sobrecogido. ;Eh.^ 

Brígida. ^A la sala o aquí.^ 

Don Segismundo. Aquí; aquí. Vase Brígida. Aho- 
ra soy yo el que se ha asustado. 

Rosalía. Y yo. ¡Demonio de mujer! 

Don Segismundo. ¡Le da a todo una importancia 
y un misteriol 

Rosalía. ^'Se acabó el trabajo, verdad? 

Don Segismundo. Se acabó. Digo, este trabajo: 
porque todo es trabajar, no te creas. Déjame solo 
con esa señora. 

Rosalía. <iY le digo a Tomás que ha venido? 

Don Segismundo. Ni una palabra, como yo no 
avise. 

Rosalía. Descuida. Se va por la puerta de la iz- 
quierda. 

Don Segismundo . Preparándose a recibir a la 
dama, ¡Bien, bien, bienl ¡Perfectamente bien! El 
mundo gira, el mundo rueda, y su vida está en su 
movimiento. Doña Jenara aparece en la puerta del 
foro. Es U7ia señora de bue?i ver. Viene de velOy y ha- 
bla con cierto dejo popular madrileño. ¡Oh, señora! 
¿Para qué se ha molestado usted? ¿Cómo está usted? 

DoñaJexara. Bien; para servirle. 

Don Segismundo. Tenga la bondad de sentarse. 

DoñaJenara. Muchas gracias. 

Se sientan los dos. 

Don Segismundo. Por lo visto, en mi carta me he 
expresado mal. Mi intención íué pedirle a usted hora 
para visitarla en su casa; en modo alguno... 

Doña Jenara. No; si ya lo entendí; si era eso lo 
que usted me decía. Pero yo pensé; este señor está 
muy ocupado: ¿a qué voy a hacerle perder tiempo en 
ir y venir? Y como la cuestión es que hablemos, 
aquí estoy. Cuanto antes, mejor. No sabe usted las 



Acto segundo 51 

ganas que yo tenía de conocerlo a usted personal- 
mente para decirle más de cuatro cosas. 

Dox Segismundo. Me alegro entonces de que las 
aguas hayan corrido por este cauce. V^oy a cerrar las 
puertas, para que ni una sola palabra salga de aquí... 
mientras no nos pongamos de acuerdo. Lo hace. 

Doña Jenara. ^Y mi hijo, está ahí.? 

Don Segismundo. ¡Pues no! Hablando con mi 
hija, precisamente. Porque los hijos hablan allá, ha- 
blan aquí los padres. 

Doña Jenara. Sí, señor; es mucha verdad. Y al 
oírlo a usted, con esa cara de bueno que tiene — us- 
ted disimule la confianza, — se me encienden los re- 
mordimientos que ya sentía. Porque esta visita la he 
debido yo hacer mucho antes. Sofocándose por pala- 
bras. ¡Sí, señor; sí, señor: mi hijo es un pillo; mi hijo 
hace muy mal en engreír a ninguna chica; mi hijo no 
se puede casar con su hija de usted! 

Don Segismundo. Alarmándose un punto. _ ^-Por 
qué, señora.? 

Doña Jenara. ¡Porque en ley de Dios no se pue- 
de casar! 

Don Segismundo. ¿'Es casado.? 

Doña Jenara. ¡Qué ha de ser casado! 

Don Segismundo. Recobrando su aplomo. ¡Enton- 
ces sí se puede casar! 

Doña Jenara. Según y cómo, señor don don 
don... ^-Cómo se llama usted.^ 

Don Segismundo. Segism.undo, señora. 

Doña Jenara. Pues según y cómo, señor don 
Segismundo. Yo soy muy franca y muy decente, 
y a mí no me gusta que mi hijo engañe a nadie. 
Porque mi marido, que esté en gloria, no engañó 
a nadie. ¡A nadie! ¡Ni a mí! — que eso lo cuentan 
muy pocas mujeres. — Y como él no ha podido ver 
engaños en su casa, se me arde la sangre y me so- 



52 Las de Caín 

foco toda de ver lo que está haciendo. Yo le voy 
a decir a usted lo que es mi hijo, y luego, usted que 
es padre, verá si le rompe un hueso o lo que de- 
termina. 

Don Segismundo. Cálmese; cálmese usted, se- 
ñora... 

Doña Jenara. ¡No puedo; no puedo! Mire usted: 
mi hijo es un vago; mi hijo se levanta a las doce; mi 
hijo no estudia; mi hijo bebe; mi hijo no sabe ganar 
una peseta; mi hijo trasnocha; mi hijo empeña los li- 
bros; mi hijo no confiesa; mi hijo no oye misa... jmi 
hijo es una condenación! Ese es mi hijo: ya sabe us- 
ted quién es mi hijo. Y me va usted a permitir que 
ponga derecho este cuadro, porque yo, en viendo 
que vea un cuadro torcido, no puedo hablar una pa- 
labra. ¡Manías! Se levanta y lo hace. 

Don Segismundo. Señora, está usted en su casa... 
¡Ja, ja! Y venga aquí, y sosiegue ese ánimo... Usted, 
en su buena fe, hace montes de granos de arena... 
¡Donoso lance este! La madre acusando... y el suegro 
defendiendo... ¡Ja, ja! 

Doña Jenara. Lo que veo es que a usted lo ha 
engatusado, como a todo el mundo. Porque, eso sí; 
gatera, ya es gatera; y labia y gancho, ya le ha dado 
Dios; y desparpajo y vtetimiento, no le faltan a él. 
¡Como digo una cosa digo otra! ¡Pero me va a 
matar! 

Don Segismundo. Francamente, señora, a mí bien 
hubiese podido engañarme, porque a mí me engaña 
una codorniz... pero es que, en rigor, los cargos que 
usted acumula contra él, son pueriles, ¡fundamental- 
mente pueriles!... ¡Que no estudia! ¿Y quién estudia 
ya en este país, donde todo se debe al favoritismo.-^ 
¡Que se levanta a las doce! Y si no estudia, ^-para qué 
se ha de levantar más temprano.'' ¡Que empeña los 
libros! Y ^'para qué los quiere, si no estudia? ¡Que i 



Acto segundo 53 

bebe! ¡Esa es una necesidad fisiológica. ¡Que no oye 
misa! Y ¿quién oye misa a la edad que tiene Tomás? 
A esa edad, si se va a la iglesia, es a ver a la novia; 
y su hijo de usted prefiere, con muy buen gusto, ver 
a la novia ñiera de la iglesia. ¡El sacerdote más escru- 
puloso lo absolvería! 

Doña Jexara. Vamos, señor; ¡si le parece a usted 
lo pondremos en un altar con una palmita y un perro 
lamiéndole las llagas! 

Dox Segismundo. ¡Ja, ja! ¡Mucho; mucho! Pero ni 
tanto ni tan calvo, Gonzaivo. ¡A la cantera! ¡a la can- 
tera! Dígame usted: ¿el chico es listo.'* 

Doña Jenara. ¿Que si es listo.^ ¡Un rayo! ¡Anda, 
pues si él quisiera trabajar! ¡Corta un pelo en el 
aire ! 

. Don Segismundo. ¡Mucho; mucho! ¿Es bueno.? 
¿Tiene corazón? 

Doña Jexara. ¡No le cabe en el pecho! Mentiría 
yo si lo negara. Ve una pena de otro, y le duele 
como si fuera propia. 

Dox Segismuxdo. ¡Mucho; mucho! Tenemos hom- 
bre; tenemos hombre. Ya saldrá, ya saldrá... Así lo 
he apreciado yo desde el primer día, y por eso he 
consentido sus amores con mi hija Amalia. ¡Con 
Amalia! ¡Con Amalia! Luego conocerá usted a Ama- 
lia. Decir Amaha aquí, es decir la perla de esta casa. 
Y todas son mis hijas: ¡y tengo ocho! Pero la perla 
de la casa es ella. 

Doña Jexara. Sí, señor; y yo me alegro mucho 
de que su elección haya sido tan acertada. Y queda- 
mos en que la chica es una perla, y el chico San Isi- 
dro Labrador, y en que se quieren a morir; pero ya 
sabe usted que los suspiros no alimentan; más bien 
debilitan; y mi hijo, sobre que no sabe ganarlo, no 
tiene dinero. 

Don Segismuxdo. ¡Mucho; mucho! 



54 L as a e Caín 

DoñaJenara. No, señor; lo que es en eso no me 
convence usted. ¡No tiene dos reales! 

Don Segismundo. jMucho; muchol 

DoñaJen.ara. jLe digo a usted que ni dos realesl 

Don Segismundo. Si ya lo sé. «Mucho; mucho», 
en esta ocasión significa que estamos de acuerdo. 

Doña Jenara. ¡Ah! 

Don Segismundo. Ciertamente su hijo de usted 
no tiene dinero, ni mi hija tampoco; y claro está que 
para casarse lo necesitan... 

DoñaJexara. ¡Mucho; mucho! 

Don Segismundo. Mucho, no; una cosa prudente... 

Doña Jenara. Si es que yo también estoy de 
acuerdo ahora... 

Don Segismundo. ¡Ja^ ja! ¡Muy bien, muy bien! 
De muy buena ley... Pues óigame usted cuatro pala- 
bras. Un pariente mío — pariente y protector — tie- 
ne por Tomasillo las más fervientes simpatías, y me 
ha ofrecido para él, viéndolo tan enamorado de Ama- 
lia, un destino que le permita realizar sus sueños. Mi 
opinión es que la salvación del chico está ahí: con la 
golosinilla de la boda, con la miel del te quiero y me 
quieres, se nos mete en trabajo, se acostumbra a 
él, y se hace un hombrecito. ¿Usted qué dice a esto.^ 

Doña Jenara. Un poco conmovida. ¡Ay, señor 
don don don...! 

Don Segismundo. Segismundo. 

Doña Jenara. Don Segismundo, que nunca me 
acuerdo de su nombre: ¿qué quiere usted que diga 
yo.^ ¡Que el padre de mi hijo no haría más por él! Si 
ese es mi afán: que se arrime a buen árbol, que sea 
formalito, que se deje de gandulear, que trabaje, que 
mire al mañana... 

Don Segismundo. ¡Oh! Pierda usted cuidado... Se 
va a casar con una hormiguita... Mi hija Amalia es 
una hormiguita... Va usted a conocerla. 



Ac t o s egundo 55 

Doña Jen ara. Me veré muy favorecida, señor. Ya 
no deseo otra cosa. 

Don Segismundo va a la puerta del foro a llamar 
a Brígida, Mientras tanto,, doña Jenara coloca otros 
cuadros derechos. 

Don Segismundo. ¡Brígida! ¡Brígida! Asoma Brí- 
gida, siempre asustada,, naturalmente^ y don Segis- 
mu7ido le da un recadito en voz baja. Ahora vendrá. 

Doña Jenara. Muchas gracias, señor. 

Vuelve a asomar Brígida. 

Brígida. ¿"La señorita Amalia sola.** 

Don Segismundo. Sí; sola, ella sola. Se va Brí- 
gida. Esta criada cree que tenemos siempre un en- 
fermo grave. Pues bien, amiga mía: mañana a prime- 
ra hora veré yo a Cayetano, mi pariente, le hablaré 
con entera seriedad del caso, y luego pasaré a salu- 
dar a usted para enterarla de todos los pormenores: 
índole del destino, sueldo, etc., etc. 

Doña Jenara. Lo que usted guste, señor, lo que 
usted guste. 

Sale Amalia por la puerta de la izquierda. Al ver 
a doña Jenara se sorprende ligeramente. 

Dox Segismundo. Aquí la tiene usted: ésta es 
Amalia. 

Amalia. Servidora. 

Doña Jenara. Por muchos años. Conte?npla en- 
cantada unos momentos a la muchachita. 

Don Segismundo. ¿Tú conoces a esta señora.^ 

Amalia. De vista... Una tarde tuve el gusto 
de encontrármela con Tomás... y luego él me 
dijo... 

Doña Jenara. ¡Sí que ha sabido elegir el muy 
sinvergüenza! ¡Vaya si es bonita, señor! ¡Y tan repu- 
lidita que ella parece! ¡Le digo a usted que es de lo 
más chulo! Bueno, todos los pillos tienen suerte... 
¡Pillo, más que pillo! ¿De cuándo acá se va a merecer 



5^ Las de Caín 

él este conñte? ¡El muy granuja!... ¡el muy pendón!... 
¡el muy gandulazo!... 

Dox Segismundo. Yo no sé si tú sabrás que ha- 
bla de tu novio, 

Amalia. Ya lo he comprendido... Pero no me 
hace mella. 

Doña Jenara. ¡No la hace mella, dice! ¡Mira qué 
buen agrado tiene y qué gracia! ¡Es un regalo esta 
criatura! ¡un regalo! 

Amalia. Usted me favorece. 

Doña Jexara. Yéndose de repente a la mocita, con 
efusión de suegra simpática. ¡A ver si me lo metes en 
cintura, hija mía! ¡Lo que tú, con esa cara, no puedas 
con él, no ha de poderlo nadie! ¡Que arrime el hom- 
bro al trabajo! ¡que sude! 

Don Segismundo. Sudará, sudará... 
^ Doña Jenaka. ¡Que no es hijo de ningunos prín- 
cipes! Está tan mimado, tan consentidote... ¡Ay, se- 
ñor! Lo peor que puede pasarle a un matrimonio es 
no tener más que un hijo. 

Don Segismundo. Con permiso de usted, amiga 
mía, puede pasarle algo peor. ¡Ja, ja! 

Doña Jenara. Entiéndame usted por qué se lo 
digo. ¡Pero qué bonita eres, hija mía! ¡Dame un beso! 
iTe voy a querer más que a él! Y me voy, me voy, 
porque si no me voy, no dejo de hablar. 

Don Segismundo. ¡Como ya están todos los cua- 
dros derechos! 

Doña Jenara. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué sombra ha tenido! 
Quedamos en lo que quedamos, don don don... 

Don Segismundo. Segismundo. 

Doña Jenara. Don Segismundo. Ya sabe usted 
su casa. Dame tú otro beso, bonita. No se molesten, 
no se molesten... Buenas noches... Al llegar a la 
puerta del foro apaga maquinalmente la luz. ¡Ayl ¡Los 
dejaba a oscuras! La costumbre que tengo en casa. 



A c t o s e guví d o 57 

Don Segismundo. Ja, ja! 

Doña Jenara. Disimulen ustedes. Buenas noches. 
No se moleste usted, señor. 

Dox Segismundo. No es molestia nino-una. 

Doña Jenara se va por la puerta del foro, hacia la 
derecha. Don Segismundo la sigue. A?nalia queda 
asomada a la puerta, despidiéndola. 

Amalia. Adiós... vaya usted con Dios. 

Vuelve don Segismundo. 

Don Segismundo. ^'Ehjqué tal.^Dame tú un abrazo. 

Amalia. ¡Con toda el alma, papaíto! ¡Qué buení- 
simo eres! Y esta señora es muy campechana y muy 
agradable. ^'Quietes aigo.^ 

Don Segismundo. Que te vayas, que es lo que tú 
quieres. 

Amalia. Pues hasta luego. ¡Estoy más contenta 
que mi suegra! Se marcha por donde salió. 

Don Segismundo. ¡Bien, bien, bien! ¡Perfectamen- 
te bien! ;Hoy es trece, verdad.- Porque se me está 
dando un buen día... 

Aparece Alfredo por la derecha en el pasillo, y deja 
su sombrero. 

Alfredo. ^'Se puede, don Segis.^ 

Don Segismundo. ¡Qué preguntas haces, Alfredo! 

Alfredo. Es que no vengo solo. Pasa, Emilio. 

Don Segismundo. ¡Ah! 

Surge en el pasillo Emilio Vázquez, sombrero en 
mano. Es un autor cómico, envanecidillo con el triun- 
fo de su primera obra, porque los críticos han dicho 
de él que es un <e.granoy> para algunos autores fa- 
mosos. 

Emilio. Buenas noches. 

Don Segismundo. ¡Adelante, señor! 

Alfredo. Presentándolos. Don Segismundo Caín. 
Mi amxigo Emilio Vázquez. 

Don Segismundo. Tanto honor... 



58 L as de C ain 

Emilio. Tanto gusto... 

Alfredo. Autor cómico muy aplaudido. 

Don Segismundo. ;Hola.^ 

Emilio. Psche... 

Alfredo. Ha hecho sus primeras armas ahora en 
el Salón Martínez. 

Don Segismundo. ¡Ah, en el Salón Martínez! ^'Qué 
compañía trabaja en él? 

Emilio. Una muy modestita. Sí. La compañía 
Sánchez-Pérez-Bermúdez. Sí. 

Don Segismundo. Tengo una idea de haber leído 
algo de eso... ¿-Cómo se titula la obra de usted.^ 

Emilio. «.Castañas pilongas.» Sí. 

Don Segismundo. «/ Castañas pilongas!-» Es gracio- 
so el título, ¿verdad.? 

Alfredo. Sí, señor. Y la obra. Ha gustado mu- 
cho. Yo estuve en el estreno. 

Emilio. Es un sainetito. Sí. 

Don Segismundo. ¡Mucho; mucho! Cultiva usted 
el género que más me agrada: el saínete. Tan casti- 
zo, tan español... La gracia culta, la sátira burlona de 
las costumbres... <f.Castigai rideiido mores...» ¡No vaya 
usted a sacar un sainetito de esta casa! ¡Ja, ja! Pero, 
sentémonos. ¿O pasamos al comedor? ¿Qué te pare- 
ce, Alfredo? 

Alfredo. Mejor será. Allí están las chicas... 

Don Segismundo. Dices bien. Vamos, vamos al 
comedor. 

Alfredo. Yo le espero aquí, don Segismundo. 
Con permiso de Emilio, necesito hablarle a usted en 
seguida. 

Don Segismundo. ¿Ah, sí? Pues en seguida vuel- 
vo. Usted perdonará... 

Emilio. Na hay de qué, señor mío. 

Don Segismundo. Llevándoselo del brazo. ¿Con- 
que tan joven y ya autor cómico aplaudido, eh? 



Acio segundo 59 

Emilio. Sí, señor, sí. 

Don Segismundo. Es la misión más alta: la de di- 
vertir a los hombres... Lo dijo Schiller, como usted 
sabe mejor que yo. 

Emilio. Sí, señor, sí. 

Don Segismundo. Pase usted. 

Emilio. Muchas gracias. 

Se van por la puerta de la izquierda. Don Segis- 
mundo mira a Alfredo con gratitud. 

Alfredo. Paseándose preocupado. ¡Pobre don Se- 
gis! Le voy a dar la noche... Sí. Y es claro que debo 
decírselo. Sí. Porque sabe Dios adonde habrán lle- 
gado las cosas... Sí. Y si hace falta, obligaremos a ese 
joven... Sí. ¡Caramba! ¡Que se m.e ha pegado la mule- 
tilla del autor cómico! 

Sale Rosalía por la puerta de la izquierda. 

Rosalía. ^-Por qué no has ido al comedor.»^ 

Alfredo. Porque quería que tú vinieras. 

Rosalía. Pues aquí me tienes. En cuanto vi lle- 
gar a papá con un muchacho nuevo, pensé: «Alfredo 
está ahí.» 

Alfredo. Y aquí estoy, en efecto. ¿Te lo ha pre- 
sentado tu padre? 

Rosalía. Remedando a Emilio. Sí. Me lo ha pre- 
sentado. Sí. 

Alfredo. Ya veo que te lo ha presentado. Es 
simpático, (íeh.? 

Rosalía. Sí. 

Alfredo. Sí. Se ríen. ¡Burlona! 

Rosalía. ¿Cuándo nos casamos? 

Alfredo. ¡Nunca! 

Rosalía. ¡Ja, ja, ja! 

Alfredo. Vas a tener que pedírmelo en cruz. 

Rosalía. Menos que en cruz. 

Alfredo. Y conste que no es de nobles vence- 
dores divertirse así de los vencidos. 



6o Las ae Caín 

Rosalía. ^Te declaras vencido? 

Alfredo. ¡Vencido y convencido! (.-No lo estás 
viendo? Al cabo triunfó lo que debía: se hizo la luz 
en mi mollera. Pero me he llevado más de un mes 
con unas dudas y unos recelos... que no los quiero 
para ti. La otra noche me daba de coscorrones en 
mi cuarto. «¡Animal! ¡zopenco! ¡que deberías estar 
tirando de una carreta! ;De manera que cuando tu 
novia te demuestra en su cariño a los suyos todo lo 
que vale moralmente, es cuando a ti se te ocurre ha- 
cer de Ótelo y ponerte en ridículo? ¡Eres un ser abo- 
minable!» Todo esto me decía. 

Rosalía. Pues no te mereces más que la mitad. 

Alfredo. ;Y que tú me quieras, me lo merezco? 

Rosalía. Después de bailar un rigodón con los 
ojos. Sí. 

Alfredo. ¡Entonces pídeme... hasta que m.e tire 
por el balcón! 

Rosalía. Tírate. 

Alfredo. Mira que me tiro. 

Rosalía. Tírate. Alfredo se dirige al balcón. No 
te tires. 

Alfredo. ^-No me tiro? 

Rosalía. ;Para qué, si es un entresuelo y no vas 
a matarte? 

Alfredo. Corriendo hacia ella y cogiéndole las 
víanos apasionadamente. ¡Bendita sea tu cara! 

Rosalía. ¡Te quiero mucho, Alfredol 

Alfredo. ^Mucho? 

Rosalía. Mucho. Pon todos los muchos que dice 
papá al cabo del día, y todavía son pocos. 

Alfredo. Pues multiplica esos muchos por mi ca- 
riño, y así te quiero yo. 

Cogidos de las manos se miran unos momentos sin 
palabras. 

Rosalía. ¡Ay, Alfredol 



Acto segundo 61 

Alfredo. ¿Quér 

Rosalía. ¡Qué mal lo vamos a pasar como no se 
casen pronto las chicas! 

Alfredo. No lo dudo un instante. Ya en todo 
pienso como tú. ¡Hay que casarlas por la posta! 

Oyese la tos de Caín detrás de la puerta del foro. 
Alfredo y Rosalía se stíeltan las manos. La tos conti- 
núa^ y entonces se separan. Se oyen dos o tres golpes 
más y se separan otro poco. 

Rosal1\. [Jesús! Pero ;qué idea tiene papá de las 
distancias.' 

Sale don Segismundo con los residuos de la tos. 

Don Segismundo. ¡Ay, ay, ay! 

Rosalía. ¿Por qué no tomas unos vahos de 
brea.^ 

Dox Segismundo. ¡Esta tos no se cura con brea! 
A Alfredo. Oye, ¿sabes que me agrada bastante ese 
chico? Tiene labia, tiene despejo natural... 

Alfredo. Es compañero de mi nueva casa de 
huéspedes. Y sí parece listo, sí. 

Don Segismundo. Sí. Y ;era cierto que deseabas 
hablarme.^ 

Alfredo. ¡Ojalá no lo íuera, don Segismundo! 

Don Segismundo. Mirando alternativamente a los 
novios. ¿Eh? 

Alfredo. Porque lo que tengo que decirle es, 
cuando menos, bastante desagradable, y pudiera ser 
crrave además. 

o 

Rosalía. ¿Grave.?... ¿Y por qué me lo has callado, 
Alfredo.'' ¿Es que estorbo yol 

Alfredo. No; al contrario: quédate. 

Don Segismuxdo. ¿Grave, dices.- Pocas cosas hay 
graves en este mundo. 

Alfredo. Pues ésta, en mi concepto, lo es. 

Don Segismundo. Habla. 

Alfredo. Ustedes me conocen y saben que yo 



62 L as d e C atn 

no tengo pelos en ía lengua, ni puedo decir las cosas 
con rodeos, 

Don Segismundo. ¡Mucho! 

Alfredo. Pues bien: cuando anoche me fui de 
aquí, antes de recogerme, estuve dando vueltas por 
las calles tomando el fresco; y al pasar de nuevo por 
ésta, camino de mi casa 37a, vi que del balcón del 
cuarto de Estrella se descolgaba un hombre. 

Don Segismundo. ¿Qué dices.^ 

Rosalía. Ah, vamos. A don Segismundo. No te 
alarmes; no es eso. 

Alfredo. ¿Cómo que no es eso.^ ;Me vas a negar 
lo que yo vi? 

Rosalía. Estoy enterada... Yo explicaré... Óye- 
me, papaíto. 

Don Segismundo. Deja, deja que acabe éste. ;Has 
dicho que se descolgaba un hombre del cuarto de 
mi hija.-^ 

Alfredo. Sí, señor. 

Don Segismundo. ¿Y quién era ese hombre.-* ¿Tú 
lo reconociste.? 

Alfredo, Pepín Castrolejo. 

Don Segismundo, jPepín Castrolejol ¡Ah, traidor- 
zuelo sinvergüenza! No lo creí tan osado, 

Rosalía. Papá, pero yo explicaré... 

Don Segismundo. ¡Eso no es un hombre, como 
tú has dicho! ¡Es el novio de ella, que es peor! 

Rosalía. ¿Quieres oírme.^ 

Don Segismundo. Un hombre, un desconocido, 
puede ser un ladrón que entró por una alhaja; pero 
un novio que escala el balcón de su novia, aunque 
nada se lleve, se lleva algo más que pueda llevarse 
una partida de ladrones. 

Rosalía. Papá, papá, no hagamos una escena de 
novela, que bastantes hay con las que tú traduces. 
Yo lo sé todo: ¿no me ves tranquila? 



Acto segundo 63 

Don Segismundo. Por lo que hace a Estrella, lo 
estoy yo también, porque en ella tengo confianza; 
pero... En fin, dime tú: ¿qué diablos pasó.^ 

Rosalía. Estrella misma me lo ha contado. Pasó 
que ese monigotiilo, que le está buscando tres pies 
al gato desde el principio de las relaciones, le dijo 
anoche, entre burlas y veras, cuando ella salió al bal- 
cón a despedirlo, como de costumbre, que iba a su- 
bir a darle un beso... o qué sé yo qué. Tonterías. 

Don Segismundo. Sigue, que no son tonterías. 

Alfredo. ¡Tonterías, don Segisl 

Don Segismundo. Sigue. 

Rosalía. Que no lo harás, que sí lo haré; que no 
te atreves; que subo, que no subes... Total: que, con 
unas y con otras, trepó como un gato por la reja de 
la taberna, y ganó el balcón. Entonces Estrella se 
puso por las nubes: cerró los cristales, cerró las ma- 
deras, y lo dejó allí como un tiesto. Esta es la his- 
toria. 

Alfredo. Que no desmiente en un ápice lo que 
yo he contado. 

Rosalía. Pero que necesitaba explicarse, como 
comprenderás. 

Don Segismundo. ¡Bien! ¡Muy bien! ¡Perfectamen- 
te bien! ¡Con cuantísima razón recelaba tu madre de 
ese monicaco! Mal corresponde a nuestro noble afec- 
to. Vivir para ver. Silencio. Repito que, por mi hija, 
estaba yo tranquilo, porque la conozco. Pero ¡ay! 
que la gente no la conoce como yo. Calumnia, que 
algo queda... 

Alfredo. ¡He ahí el gran peligro! 

Don Segismundo. / Voilá! 

Rosalía. La calumnia... Es cierto. 

Don Segismundo. Del mismo modo que éste ha 
visto bajar del balcón al señorito ese, han podido 
verlo otras personas que ignoran cuándo y a qué su- 



64 L a s d e C a i n 

bió. Este es el caso — no ha}^ que darle más vuel- 
tas, — y sabido es cómo estos casos se resuelven en- 
tre personas que guardan su buen nombre. 

Alfredo. ¡Sí, señor; dice usted muy bien! 

Rosalía. ;Un duelo.'' 

Don Segismundo. ¡Quiá! 

Alfredo. ¡Mi primer impulso fué saltar sobre él, 
cogerlo por el cuello y ahogarlo! 

Don Segismü\'do. ¡Nunca! ¡Hubieras hecho un 
gran desatino! 

Rosalía. ¡Como que así no se remedia nada, 



señor 



Don Segismundo. ¡Nada absolutamente! Aquí la 
solución es clarísima; de una transparencia de cristal; 
y, por buenas o por malas, a ella hemos de ir. Yo es- 
pero que será por buenas. 

Alfredo. ¡O por malas! No se puede jugar im- 
punemente con la reputación de una señorita. Y si, 
en último término, fuera preciso romperle la cabeza 
a ese pollo... 

Rosalía. ¡Y dale! 

Don Segismundo. ¡Todo menos eso, hombre de 
Dios! ¡Déjale la cabeza quieta! Y ahora, ya que eres 
tan bueno, una súplica. 

Alfredo. Usted me manda. 

Don Segismundo. Esta noche no sale de aquí ese 
mocito sin hablar conmigo seriamente. Yo quiero 
que se halle presente en la entrevista el tío Cayetano. 

Rosalía. ¿"El tío Cayetano.^ 

Don Segismundo. Sí. Toma un coche, y llégate al 
Casino por él. Me basta y me sobra mi autoridad de 
padre; pero no me estorba la de un hombre de la re- 
presentación de Cayetano. 

Alfredo. Ni una palabra más. Aquí estoy con él 
antes de diez minutos. (l\i quieres algo, Rosalía? 

Rosalía. Nada; que vuelvas. 



Acto según a o 65 

Alfredo. Hasta ahora. ^'Supongo que no te que- 
jarás de mí.^ 

Rosalía. ¡Quejarme! Me tienes encantada... 

Vase Alfredo precipitada77tente por la puerta del foro, 

Don Segismundo. Este chico vale un imperio. 
¡Cómo colabora en nuestros afanes! ¿Verdad, Rosalía? 

Rosalía. Es un bendito. Mirando hacia dentro 
desde la puerta. Ahí tenemos de vuelta a mamá. Al 
salir Alfredo ha entrado ella. 

Don Segismundo. ¡Ah, mamá! Pues, oye: luego, 
tú, de la manera más discreta, a solas las dos, enté- 
rala de todas estas amargas novedades. Ahora, disi- 
mulemos. 

Sale doña Elvira por la puerta del foro ^ un poco fa- 
tigada. 

Doña El\ira. ¡Ay! Ya estoy aquí; creí que no 
llegaba. Se ha levantado un vendaval horrible. 

Don Segismundo. ¿Cómo sigue ese pobre mu- 
chacho.? 

Rosalía. ¿Cómo está Marín? 

Doña Elvira. Mejor; está mejor, a Dios gracias. 
Treinta y ocho y décimas ha tenido esta tarde. A 
Rosalía., besándola. Dame un beso, cielo. A don Se- 
gis^ besándolo también. Ven acá tú, descastadote. 

Don Segismundo. ¡Ja, ja! 

Rosalía. De manera que está mejor, ¿eh? ¡Lo que 
se va a alegrar Marucha! Llama?ido desde la puerta 
del foro. ¡Niñas! ¡Niñas! ¡Ya ha venido mamá! 

Doña Elvira. Con júbilo. A propósito de Maru- 
cha, tengo que contaros... 

Rosalía. ¿Qué? 

Doña Elvira. Que es indudable: Marín está im- 
presionadísimo. 

Don Segismundo. ¿Sí? 

Doña Elvira. ¡En el delirio de la fiebre la nom- 
bra con frecuencia!... 



66 Las de Caín 

Sale Marucha por la puerta de la izquierda. Sus 
hermanas salen luego también por la misma puerta. 

Marucha. ;Cómo está Marín? 

Doña Elvira. Está mejor, corazón mío. 

Marucha. ¿Está mejor.'' 

Don Segismundo. Sí, está mejor: treinta y siete... 

Doña Elvira. Treinta y ocho y décimas. No te 
apures tú, palomita. La besa, 

Marucha. ¡El pobre!... Si no fuera por ti, que 
eres tan buena, se hubiera muerto como un perro. 

Rosalía. No tanto, mujer... 

Doña Elvira. En los momentos en que se lim- 
pia más de fiebre, se deshace conmigo en palabras 
de gratitud. 

Marucha. ¡Mira qué bueno! 

Doña Elvira. Y por Dios me pide que no se 
les avise a sus padres, como no se agravara dema- 
siado. 

Marucha. ¡Pobrecitol ¡Qué bueno, qué bueno! 
Papá, si yo caigo mala algún día, muy mala, muy 
mala, y tú estás fuera, como no me vaya a morir no 
te aviso. 

Don Segismundo. ¡Me parece muy acertado! 
iJa, ja! 

Doña Elvira. Besando otra vez a Marucha. (Pero 
qué rica eres! 

Rosalía. Y qué previsora además. 

Marucha. Y tú qué mala: siempre me estás pin- 
chando. 

Sale Estrella. 

Estrella. Hola, mamá. ;Cómo has pasado el día.^ 

Doña Elvira. Bien. Acordándome mucho de vos- 
otras. La besa. 

Estrella. ¿Y cómo está Marín.^* 

Marucha. Está mejor; está mejor, ¿sabes.^ 

Rosalía. Treinta y ocho y décimas. 



A cío segundo 67 

Estrella. Vaya, me alegro. Que sea enhorabue- 
na, Marucha. 

Marucha. ¡Ay, qué tonta! Mamá, mira lo que me 
dice ésta. 

Estrella. Por supuesto, yo voy a reventar de 
risa. Viene Pepín esta noche desatado. ¡Qué de ton- 
terías nos ha dicho! Y yo me temo, me temo cuando 
viene así desatado. 

Sale Amalia. 

Amalia. Buenas noches, mamaíta. ¿Cómo está 
Marín.? 

Doña Elvira. Está mejor. La besa. 

Marucha. Está mucho mejor. Treinta y ocho y 
décimas nada más. 

Don Segismundo. Está mejor. 

Rosalía. Está mejor. 

Estrella. Está mejor. 

Marucha. A Fifi, que sale. ^'Sabes, Fifí.? Marín 
está mejor. 

Fifí. ¿Está mejor? 

Doña Elvira. Sí; está mejor. La besa. ¡Reina del 
mundo! 

Rosalía. Está mejor. Treinta y ocho y décimas. 

Don Segismundo. Está mejor. 

Amalia. Está mejor. 

Estrella. Está mejor. 

Doña Elvira. Por cierto — ¿me oyes, Segis? — 
que hay que llevarle el caldo de aquí. Por humani- 
dad. Hoy subió la camarera un caldo que era veneno. 

Marucha. ¡Ay, qué mala! ¡Que metan a esa mu- 
jer en la cárcel! 

Rosalía. ¡Jesús! 

Doña EL\^RA. Mañana — ¿sabes. Mundo.? — aun- 
que sea haciendo un sacrificio, mataremos un pollo. 

Don Segismundo. Humorísticamente. ¡Baja la vozl 

Doña Elvira. ¿Por qué? 



68 L a s d t C ain 

Don Segismundo. ¡Porque en el comedor hay un 
pollo nuevo, y pudiera asustarsel 

Grandes risas. 

Marucha. ¡Ay, qué gracioso es mi papá! Lo 
besa. 

Doña Elvira. ¿'Qué me decís? ¿Hay un pollo nue- 
vo en el comedor.? 

Rosalía. Alfredo lo ha traído. 

Don Segismundo. Muy simpatiquillo por cierto. 

Amalia. Y muy galante. 

Estrella. Y se ha enamorado de Fifí. 

Fifí. No, no, no, no. 

Doña Elvira. ¿Esas tenemos.? 

Fifí. No, no, no, no. 

Doña Elvira. Besándola. Pero, simple, ¿qué mal 
hay en ello? Anda, vamos allá; que yo lo conozca. 

Estrella. Sí, sí; vamonos para allá. 

Amalia. Vamonos, vamonos. 

Rosalía. Es autor cómico: ha estrenado las <íCas- 
tañas pilongas» . 

Estrella. ¡Y también dice colmos^ como Pepín! 
Pero sin tanta gracia. 

Marucha. ¡Pues uno ha dicho muy salado! 

Amalia. Y a Fifí le ha echado muchas flores. 

Fifí. No, no, no, no. 

Doña Elvira. ¡Vaya, vaya, veo que ha caído bien, 
ha caído bien el recién llegado! 

Habiéndole a la madre todas a la vez se van por la 
puerta del foro, hacia la izquierda. 

Don Segismundo. Ya iré yo ahora, ¿eh? No os 
curéis de mí, que he de corregir un poco unas cuar- 
tillas. Cuando se queda solo, exclama: La soledad es 
madre de la inspiración. Pasea. Luego se asoma vigi- 
lante a una puerta y a otra, y las cierra. Se sienta a 
la mesa y busca entre los papeles un plieguecillo blan- 
co para una carta. Después de desechar dos o tres dis- 



Acto segundo 69 

tÍ7ttos, elige uno pequeño. Toma la pluma para escri- 
bir^ y se detiene. La deja y toma un lapicero. Va a 
escribir naturalmente con la mano derecha^ y de pron- 
to se detiene otra vez. Coge el lápiz con la izquierda y 
traza unos renglones. Lee lo que ha escrito^ y arruga 
el pliego como llevado de la cólera. Por fin lo dobla y 
se lo guarda. Se levanta y vuelve a pasear. Y como 
expresión y resumen de cuanto ha pensado y ha hecho, 
dice: 

«Al rey la hacienda y la vida 
se ha de dar; pero el honor 
es patrimonio del alma, 
y el alma sólo es de Dios.» 

Aparece por la puerta del foro el tío Cayetano. Al- 
fredo lo sigue. 

Tío Cayetano. ¡Chico, qué nochecita de aire! 

Don Segismundo. ¡Cayetano! 

Tío Cayetano. ¡Cómo sopla Febo! 

Alfredo. ¡Hay que echarse piedras en los bol- 
sillos! 

Don Segismundo. ¡Y yo que te he hecho venir 
en tal noche! ¿Por qué eres tan bueno, Cayetano? 

Tío Cayetano. ¿Quieres callarte, Segismundo.^ Si 
yo no te sirvo para ocasiones como la presente, ¿para 
qué he de servirte yo.^ Cuando yo vi entrar a éste, y 
éste me dijo a lo que iba, estaba yo tomando mi taza 
de café, mi copa de coñac y mi vaso de agua, y allí 
se quedó todo. 

Don Segismundo. ¡Válgame el Señor! ¡Qué tras- 
torno! ¿Quieres tomar aquí alguna cosa.'* 

Tío Cayetano. No; si el café y el coñac ya me 
los había yo bebido. Quiero decir que ni le pagué 
al camarero ni me ocupé de nada más que de ser- 
virte. 

Don Segismundo. Que Dios te lo premie. Alfredo 
te habrá dicho... 



70 L as de C atn 

Alfredo. Sí; ya sabe de lo que se trata. 

Tío Cayetano, Sí; ya sé yo de lo que se trata. 
¿Y qué piensas hacer, si has pensado algo? 

Don Segismundo. Te diré: no he pensado más 
que una cosa: llamar aquí a ese joven — y de ahí que 
haya querido ampararme de tu apoyo moral — y pe- 
dirle primeramente, y después exigirle, si hiciera 
falta, que cumpla su deber de caballero. Y como el 
tiempo vuela, y tu tiempo es precioso, Cayetano, 
porque para ti no hay minuto perdido, vamos a 
afrontar la situación. Alfredo, ángel tutelar de esta 
casa, ten la bondad de ir al comedor y suphcarle a 
Pepín que venga; que le vamos a decir un colmo. 

Alfredo. Ahora mismo. Se va por la puerta del 
foro^ hacia la izquierda. 

Don Segismundo. ¡A qué amargas consideracio- 
nes se presta la vida algunas veces, Cayetano! 

Tío Cayetano. Eso se me estaba ocurriendo a mí. 

Don vSegismundo. Ah, hombre; y dispensa mi 
olvido. ¡Si no sé dónde tengo la cabeza! Enhorabue- 
na por la nueva encomienda con que han premiado 
tus relevantes méritos. 

Tío Cayetano. jPsche! No tiene importancia... 
fUn botón más! Se empeñó el ministro... Si me ale- 
gro es porque me concede honores militares para mi 
entierro. 

Don Segismundo. ¡Haga Dios que tarden mucho 
esos honores! 

Tío Cayetano. Lo mismo estaba pensando yo. 

Llega Alfredo por donde se fué. 

Alfredo. Ya viene. ;Me quedo o me marcho, 
don Segismundo.'' 

Don Segismundo. ¡Te quedas! ¡Pues no falta- 
ba más! 

Alfredo. Como usted guste. Celebro quedarme; 
eso sí. 



Acio segundo 71 

Tío Cayetano. ¡Ah, pues no faltaba más! ¡Usted 
se queda! 

Don Segismundo. Y lo que os ruego a entrambos 
es que recibáis a ese bribonzuelo con el gesto más 
duro de que vuestro semblante disponga. 

Alfredo. Ya, ya. 

Cai?i se deja caer 671 un sillón, como abatido; Alfre- 
do pasea con cara de vinagre, y el tío Cayetano se sien- 
ta con su aire de superioridad acostu?nbrado. Por la 
puerta del foro sale Pepín muerto de risa. 

Pepín. ¡Señores, qué juergal Buenas noches, don 
Cayetano. Ese chico autor nos ha puesto una chara- 
da graciosísima. Figúrense ustedes que... Reparando 
en las caras de todos. Pero ¿es que pasa algo? Les en- 
cuentro las caras un poco tirantes. 

Don Segismundo. Pues aun debieran estarlo más. 
Se levanta. 

Pepín. ¿Cómo.^ 

Tío Cayetano. Aun debieran estarlo más. 

Don Segismundo. Alíredo, hazme el favor de ce- 
rrar las puertas. 

Alfredo obedece. 

Pepín. Me dejan ustedes atónito. jSe puede sa- 
ber....? 

Don Segismundo. Señor de Castrolejo. 

Pepín. Señor de Caín. 

Don Segismundo. Mostrándole el plieguecillo de 
marras. Yo he recibido esta carta anónima. El tío 
Cayetano mira a Alfredo, Alfredo a don Segis,y éste 
pasa por alto las dos miradas. Fíjese usted, por si se 
considera aludido. 

Pepín. A ver... 

Don Segismundo. Lee. «Anoche, a deshora, del 
balcón de una de tus hijas se descolgaba un hom- 
bre. Te lo advierto para que guardes más bien el ho- 
nor de tu casa. — Un buen amigo.» 



72 Las de Caín 

Pepín se pone lívido y traga toda la saliva que pue- 
de. Las miradas están fijas en él. 

Pepín. No entiendo por qué me lee usted eso 
a mí. 

Don Segismundo. ^No tiene usted ninguna noti- 
cia del caso.? 

Pepín. Ninguna. 

Alfredo. ¿'Ninguna? 

Pepín. Ya he dicho que ninguna. Pero como us- 
ted tiene más de una hija con novio... 

Alfredo. ¡Alto allá! Amigo Pepín: usted y sólo 
usted fué quien se descolgó anoche de un balcón de 
esta casa. Yo lo vi. 

Pepín. ¿'Que usted lo vio.'* 

Alfredo. Que yo lo vi. Y por las trazas — y esto 
es lo más grave — no fui yo sólo. 

Pausa. Pepín vuelve a tragar saliva^ cada vez más 
amarga. 

Pepín. Bien... Yo he ocultado en un principio... 
porque... claro... como siempre estas cosas se abul- 
tan... Pero lo que ocurrió no tiene nada de particu- 
lar... P'ué que Estrella me dijo... 

Don Segismundo. No se le ha llamado a usted 
aquí para que nos refiera el paso, que conocemos 
enteramente... 

Pepín. Pues entonces no veo la tostada, y usted 
perdone. 

Don Segismundo. Pues la va usted a ver en se- 
guida, mi joven amigo. La fama de mi hija se ha 
puesto en tela de juicio; anda en lenguas... Bien 
claro lo prueba este papel. Usted es el responsable 
de ello. A usted, pues, toca, como cumplido caba- 
llero, detener en su camino a la calumnia. Arres- 
tos me sobran para acometer cuanto mi honor exi- 
ge; pero en este momento yo me olvido de mis 
fueros de padre, y quiero esperarlo todo de su 



Acto segundo 73 

nunca desmentida hidalguía, de su inmaculada hono- 
rabilidad. No se lleva en balde el apellido que usted 
lleva. 

Pepín. Abrumado por la nube qtte se le viene enci- 
ma. Pero, bueno... Pero, entendámonos... Pero, pre- 
gunto yo... Pero... ;Qué me quiere usted decir, don 
Segismundo.^ Porque usted debe comprender... que 
una chiquillada... 

Don Segismundo. ¡Mucho; mucho!... ¡Una chiqui- 
llada!... Califica usted el hecho perfectamente... Yo 
también las hice, en mi abril... Pero hay chiquilladas 
de chiquilladas... y algunas que en chiquilladas em- 
piezan, en hombradas tienen que acabar. Por mi par- 
te, 3^a supe no comprometer en ninguna de mis chi- 
quilladas el quebradizo honor de una doncella. 

Alfredo. ¡Muy bien! 

Pepín. ;Muy bien.^.. ^-Quién ha dicho muy bien.^ 

Alfredo. Yo. 

Pepín. No... pues no tan bien... porque... Franca- 
mente, don Segismundo... esa hombrada a que usted 
parece aludir... francamente... Claro que yo quiero 
mucho a Estrellita... y que mis intenciones siempre 
fueron las de casarme... pero ¡caramba!... así de golpe... 

Don Segismundo. Pues ¿'qué otro medio encuen- 
tra usted, así de golpe, como usted dice, para conte- 
ner la calumnia que deshonra mi casa.? 

Pepín. Pero si yo creo que no hay tal calumnia... 

Don Segismundo. Mostrándole el anónimo. ¡Voilá! 

Pepín. Eso es un anónimo, señor... 

Don Segismundo. ¿Y de cuándo acá necesitó fir- 
ma la calumnia.? 

Pepín. Bueno, señor, pero... No es eso sólo... Son 
muchas consideraciones de otra índole... Yo necesito 
consultar con papá... que tiene un genio del diablo... 

Don Segismundo. ^-Consultó usted con su papá 
para subir al balcón de mi hija? 



74 L a s d e C ain 

Alfredo. ¡Muy bien! 

Pepín. ^-Otra vez? 

Tío Cayetano. Levantándose en alas de la inspi- 
ración. No, pero si hay más; si yo estoy callado por- 
que... vamos, porque estoy callado... Pero a mí se me 
ocurre preguntarle a este joven: se me ocurre a mí: 
¿consultó usted con su papá para subir al balcón de 
Estrella.'* ¿Eh? (.'Eh, Segismundo.^ ¿Consultó con su 
papá para subir al balcón de tu hija? ¿No le parece a 
usted, Alfredo? ¿Consultó con su papá...? 

Pepín. No, señor don Cayetano; no consulté... 
Aquí lo que hay... Llevadas las cosas así... Porque, 
es natural, ustedes están apasionados... Yo lo pensa- 
ré... Yo veré... 

Don Segismundo. Ah, ¿luego vacila usted en dar- 
me la reparación que yo esperaba de su caballerosi- 
dad y de su nobleza? 

Pepín. ¿Cómo he de vacilar?... Nada de eso... Lo 
que es que hay cosas... mi querido don Segismun- 
do... ¡Ésta es una escena muy violenta!... Fíjese us- 
ted... fíjese usted... 

Alfredo. Usted es el que se ha de fijar en esto 
que yo voy a decirle; que ya me están a mí bailando 
los nervios al oír tantas evasivas intolerables. Yo soy 
en esta casa un hijo más: a usted le consta. Bueno: 
pues o nos da usted ahora mismo palabra de honor 
de que se casa con mi hermana o le pego un tiro 
en la cabeza. 

Pepín. ¡Hombre! 

Don Segismundo. Alfredo, no te pongas así... 

Alfredo. Con quien no conoce su deber, así hay 
que ponerse. 

Pepín. No... pues mire usted... lo que es con bra- 
vatas... 

Alfredo. ¡Si no son bravatas! 

Pepín. Yo bien claro he manifestado mis inten- 



H> Acto segundo 75 

clones... He dicho que me pienso casar... Pero yo soy- 
soltero... yo soy un hijo de familia... Yo hablaré con 
papá... Yo les prometo a ustedes formalmente... 

Don Segismundo. ¡Basta, Pepín, basta! No nece- 
sito oír más de tus labios. Ni podía esperar otra cosa. 
¡Este cascarrabias de Alfredo es un fuguillas! Dispén- 
salo. Y dame a mí un abrazo fuerte: dame un abrazo 
en señal de paz, porque para mí tus últimas palabras, 
que son las de un hombre de honor, tienen toda la 
fuerza de una escritura pública. 

Pepin, anonadado, se deja abrazar. 

Tío Cayetano. Yo no quiero ser menos, en vista 
de que su actitud es la que corresponde. Lo abraza, 

Alfredo. Y yo uno a esos abrazos el mío, rogán- 
dole a usted, no sólo que me perdone, sino que me 
considere de hoy más como su hermano. Lo abraza 
tajnbién. 

Pepíx. Gracias, señores... gracias... 

Don Segismundo. Y ahora abriré las puertas, no 
alarmemos a la familia. Abre primeramente la del 
foro y luego la otra, detrás de la cual aparece, temblo- 
rosa y pálida, la noble figura de doña- Elvira. Rosalía 
está C071 ella. \ Elvira! ¿-Tú aquí.í* 

Doña Elvira. Sinceramente conmovida. Sí... yo 
aquí... Ustedes me dispensarán... Soy una madre... 

Don Segismundo. Vamos... vamos... yo que no 
quería... 

Tío Cayetano. Este que no quería... 

Doña Elvira. Hola, Cayetano... 

Don Segismundo. Siéntate, tranquilízate... 

Tío Cayetano. Siéntate, tranquilízate... 

Alfredo. Beba usted un poco de agua. 

Rosalía. Pídela tú, Alfredo. 

Tío Cayetano. A gritos. ¡Agua! ¡Un poco de 
agua, en seguida! Se va por la puerta del foro, hacia 
la izquierda. 



76 Las de Caín 

Alfredo. Deje usted; yo mismo voy por ella. Se 
va por la puerta de la izquierda, corriendo. 

Doña Elvira. Deploro darles este mal rato... 
ustedes se harán cargo de mis sentimientos... Una 
cosa así... nunca había pasado en mi casa... Soy una 
madre que se mira en sus hijas... 

Don Segismundo. ¡Mucho; mucho! Ya no hay que 
hablar de ello siquiera... Ahora no hay más que es- 
tar todos contentos... ¡muy contentos!... ¿-Verdad, 
Pepín.^ 

Pepín. Sí, señor, sí... ¡contentísimos todos! 
Por la puerta del foro van llegando, sucesiva y apre- 
suradamente, y con cierta inquietud, Amalia, Fifí, 
Marucha, Estrella, Tomás y Emilio Vázquez. Detrás 
de todos el tío Cayetano. Alfredo vuelve por donde 
se marchó con un vaso de agua, que ofrece a doña 
Elvira. 

Amalia. ¿-Qué sucede.? ¿Qué tiene mamá.? 
Rosalía. Nada, nada... 
Don Segismundo. Nada, no os alarméis. 
Doña Elvira. Besándola. Nada, corazón, nada. 
Fifí. Mamaíta, ¿qué es eso.? 

DoñaElvira. Nada, nada, cara de gloria. La besa. 
Don Segismundo. No es nada, no es nada... 
Marucha. Pero ¿qué le ha pasado a mamá.? 
Rosalía. Nada, no le ha pasado nada... 
Doña Elvira. Nada, tesoro mío, nada absoluta- 
mente. 

La besa también. 

Estrella. ^-Qué ha sido.^ ¿qué ha sido.? 
Doña Elvira. ¡Estrella! 

Don Segismundo. Nada, nada... ¿Cómo se ha de 
decir.? 

Rosalía. Nada, mujer, nada... 
Doña Elvira. ¡Ven acá, hija de mi sangre, ven 
acá! La besa y la abraza con ardimiento. 



I 



Ac to s egundo 77 

Tomás. ¿Se ha puesto mala doña Elvira? 

Emilio. ^-Se ha puesto mala.^ 

Don Segismundo. No, señor... son los nervios... 
Gracias por su atención... 

Doña Elvira. Muchas gracias. 

Tío Cayetano. ¿Pasó.? ¿Pasó ya.? 

Alfredo. Ande usted, tome un poco de agua, 
señora. 

Marucha. Pero ¿qué ha habido? [Porque algo ha 
tenido que haber para esto!... 

Doña Elvira. Nada... no ha habido nada... Que 
yo soy muy tonta... 

Don Segismundo. ¡Ha habido! ¡ha habido! ¡Yo 
diré lo que ha habido! ¡Esto es hijo de la emoción 
natural y de la alegría! Al enterarse vuestra madre 
de que el señor don José Castrolejo, que tanto nos 
honra con su amistad, quiere formalizar sus relacio- 
nes con Estrella para casarse en breve plazo, se ha 
conmovido profundamente... 

General explosión de alegría. Todas las caras res- 
plandecen^ menos la de Pepín. 

Rosalía. ¡Eso ha sido! 

Alfredo. ¡Eso ha sido! 

Estrella. A Pephi. ¡Tunante! ¡Mira qué callado 
me lo tenías! 

Marucha. ¡Qué malo es usted! No nos había di- 
cho una palabra. 

Amalia. ¡Dame un beso, Estrella! 

Marucha. ¡Y otro a mí! 

Fifí. ¡Y otro a mí! 

Rosalía. ¡Y a mí otro! 

Doña Elvira. ¡Y ciento a tu madre! 

La hesan todas. 

Tomás. Abrazando a Pepín. ¡Que sea enhorabue- 
na! ¿No se lo anuncié yo a usted hace tiempo? 

Pepín. Balando lo misino que un borrego. ¡Jeeeee! 



7^ Las de Ca 



tn 



Emilio. Reciba usted mi felicitación. Sí. 

Pepín. Sí. Tantas gracias. 

Tomás. ¡Pues, señores, yo reviento si me lo callo! 

Don Segismundo. ^Qué hablas tú, buena pieza? 

Tomás. ¡Que reviento si me lo callo! ¡Que esa 
boda no será sola en plazo breve! 

Don Segismundo. ^-Cómo? 

Doña Elvira. ¿'Qué.? 

Tomás. ¡Que Amalia y yo también nos vamos a 
casar muy pronto! Nueva explosión de alearía. .-Ver- 
dad, don Cayetano.? 

Tío Cayetano. ¡Verdad, Tomasillo! Lo abraza. 

loMÁs. ¿Verdad, don Segismundo.? 

Don Segismundo. Ahrazd7tdolo . ¡Verdad y muv 
verdad! ^ ^ 

Marucha. ¡Mira Amalia también! ¡A la chita ca- 
llando! 

Doña Elvira. Déjame que te coma, delirio de tu 
madre! 

Besa efusivamente a Amalia. Todas sus hermanas 
la besan asimismo con gran júbilo. 

Rosalía. Aparte a Alfredo, radiante de satisfac- 
ción. (¡Dos menos, Alfredo de mi alma! ¡Ya es^á más 
cerca nuestra dicha! 

Alfredo. Lo mismo a ella. ¿Cómo si está más 
cerca.? ¡Este verano las casamos a todas!) 

Tío Cayetano. ¡Pues yo digo otra cosa además! 
¡bi señores! ¡Yo digo que esas dos bodas tienen ya 
padrmo! ¿Eh.? ¡Que esas dos bodas tienen ya padri- 
no! ¡El tío Cayetano! 

Aplausos. 

Don Segismundo. ¡Cayetano! Lo abraza. 

Doña Elvipa. ¡Querido Cayetano! Lo abraza tam- 
bién. ¡El de siempre! ¡El de siempre!... 

Extraordinaria alegría. La madre y las hijas se 
deshacen las caras a besos y los cuerpos a abrazos, chi- 



A c t o s egundo 79 

liando de dicha, y los caballeros se abrazan jovialmen- 
te. Pepín no se da cuenta de lo que le ocurre. Emilio 
Vázquez abre los brazos de cuando en cuando a ver si 
alguien cae en ellos, porque se considera efi ridículo 
sin abrazar a nadie. 



FIN DEL ACTO SEGUNDO 



ACTO TERCERO 



Jardincillo de una casita de recreo en un pueblo cercano a 
Madrid, en la Sierra. La casa está a la izquierda del actor. 
Una verja de madera, pintada de verde, limita por el foro 
el jardín, cuya entrada se supone a la derecha. Al fondo, 
a lo lejos, montes y pinares. Mecedoras de rejilla y buta- 
cas de mimbre. Un velador de hierro. Es a la caída de la 
tarde, en el mes de agosto. 

Doña Elvira, sentada en tma butaca, cose. Marín 
aparece tras ¡a verja del foro, y la llama. 



Marín. Sch... sch... ¡Doña Elvira! 

Doña Elvira. SÍ7i ver a quien la llama. ¿Ouién.^ 

Marín. ¡Doña Elvira! Aquí: en la verja. 

Doña Elvira. Viendo a Marín y levantándose al- 
borozada. ¡Marín! ¡Querido Marín! ¡Qué sorpresa tan 
agradable! 

Marín. ¿Dónde está la entrada? 

Doña Elvira. Ahí abajo: a la vuelta. 

Marín. Pues en seguida voy. Desaparece hacia la 
derecha. 

Doña Elvira. ¡Cuánto me alegro! Llamando a su 
colaborador. ¡Segis! ¡Segis! ¡Mundito! 

De la casa sale don Segismundo en traje de cajnpo. 

Don Segismundo. iQué quieres, Elvira.? 

Doña Elvira. ¿Sabes.^ Marín está ahí: ahora va a 
entrar a vernos. 

Don Segismundo. ;-Hola.'* 

Doña Elvira. ¡Consecuencias de la postalita de 
Marucha! ¡Qué talento tienes! 



82 L as de C ain 

Don Segismundo. Saliendo con los brazos abiertos 
al encuentro de Marin^ que asoma por la derecha. ¡En- 
tre usted, perdido, entre usted; que no hay perro! 

Marím. ¡Ja, ja, ja! ^'Qué tal, don Segismundo? 

Don Segismundo. Bien, ¿y usted, querido Marín? 

Marín. ¡Como nuevo estoy! ;Y usted, mi buena 
doña Elvira? Ya la veo tan simpática como siempre. 

Doña Elvira. Gracias; muchas gracias. 

Don Segismundo. Ofreciéndole una butaca. Sién- 
tese usted. 

Marín. ¡Lo que me ha costado dar con la casal 

Se sientan los tres. 

Don Segismundo. Pero ¡qué bien se ha puesto! 
^•Verdad, Elvira? Es otro, enteramente. 

Marín. Dígaselo usted a ella. ;Eh? Usted creyó 
que no lo contaba cuando la recaída. 

Doña Elvira. El que lo creyó fué usted, grandí- 
simo aprensivo. 

Marín. La verdad es que no podré olvidar nunca 
las atenciones que conmigo han tenido ustedes. Ni 
mi madre tampoco. 

Don Segismundo, j Ah! La madre... la madre... 

Doña Elvira. Pues, a pesar de todo, tunante, con- 
fiéselo usted, si Marucha no le pone una postalita lla- 
mándole al orden, aun estando esto a cuatro pasos de 
Madrid, se va usted a su tierra sin venir a vernos. 

Marín. ¡Eso sí que no! Soy agradecido. 

Don Segismundo. ;Pero Marucha le ha puesto a 
usted una postal? ¡Diablo de chiquilla! 

Marín. Sí, señor: insultándome. Bueno: como 
puede insultar Marucha. 

Don Segismundo. ¡Ja, ja! Maruchita — ahora que 
no nos oye ninguna, y no se pueden encelar, — Ma- 
ruchita es la perla de la casa. 

Marín. Sí, señor, sí. jY qué noticias hay de los | 
recién casados? 



Acto tercero 83 

Don Segismundo. (Mieles y rosas! ¿Cuáles ha de 
haber? 

Doña Elvira. Para Estrella y Amalia, Pepín y 
Tomás son los mejores hombres del mundo; y para 
cada uno de ellos, su mujer es la reina de la tierra. 
¡Hijas de mis amores! ¡Qué felices son! 

Marín. ^-Y las otras, andan de paseo? 

Dox Segismundo. Sí; de paseo andan. ¡Lo que 
ellas van a sentir no ver a usted! 

Doña Elvira. Ya se esperará un poco, a ver si 
vuelven. 

Marín. ¡No que no! Es bonita la casa. Y el jardín 
es muy amplio. 

Doña Elvira. La entrada, como usted habrá vis- 
to, es hermosísima. Ahí a la parte de atrás tenemos 
también algo de gallinero, un corralillo... 

Don Segismundo. No nos faltan comodidades. 
Todo ello debido a la mano pródiga que nos favore- 
ce de continuo. Cayetano vio a Marucha delicadilla... 

Marín. ¿A Marucha? 

Don Segismundo. A Fifí; ha sido un lapsus Ihi- 
guce... Y se empeñó en tomarnos esta casita para que 
pasásemos en ella el mes de agosto. Aquí hay mon- 
tes, hay pinos, hay aires puros, buenos alimentos, 
buena leche... A los ocho días se le conocía el cam- 
bio a la criatura. 

M.\rín. ^'Y don Cayetano, está aquí con ustedes? 

Don Segismundo. Sí, señor; aquí está. Fué con- 
dición que yo le impuse para aceptar su obsequio: 
que había de disfrutar de la casita ocho o diez días 
siquiera. 

Marín. Leí en un periódico que lo habían nom- 
brado presidente de no sé qué Centro... 

Don Segismundo. De uno de estos Centros regio- 
nales de nueva creación. Ahora se entretiene en es- 
cribir el discurso de apertura. Muy bonito lo lleva. 



84 Las de Caín 

Marín. (fSe restableció fácilmente de aquel amago 
de congestión? 

Doña Elvira. ¡En seguida! ¡No tuvo importancia! 

Don vSegismundo. Algo de bilis... unos gases... 
Sin embargo, él anda preocupado. En voz más baja. 
Cuando usted lo vea, no se canse de ponderarle lo 
bien que lo halla, lo ágil y lo joven que lo encuen- 
tra... ¡Por desimpresionarlo! 

Maeín. Descuide usted: yo sé lo que se agrade- ^ 
cen esas cosas. 

Doña Elvira. ¿^Y va usted a pasar aquí algunos 
días.'^ 

Marín. No, señora; he venido sólo por despedir- 
me de ustedes. Me marcho esta noche en el último 
tren, y mañana saldré al fin para Asturias. 

Don Segismundo. ¡Caramba! 

Doña Elvira. ¡De verdad que lo siento! Pero es 
tan natural que sus padres tengan impaciencia por 
abrazarlo... Su madre sobre todo. 

Don Segismundo. ¡Ah! La madre... la madre... 

Marín. Yo no he querido parecer por allá hasta 
llevar cara de salud. 

.Doña Elvira. ¿Cenará usted con nosotros esta 
tarde.'' 

Don Segismundo. ¡Ya lo creo! ;Ouién piensa en 
otra cosa.^ 

Marín. Lo agradezco en el alma, pero... 

Don Segismundo. Ese pero se lo guarda usted 
para merendar, como diría mi yerno Pepín, que es 
muy dado al chiste. 

Marín. Es que en el tren me ha invitado un 
amigo. 

Don Segismundo. ¡Pues que también venga ese 
muchacho! 

Marín. No es un muchacho. Es un señor que 
tiene aquí a su mujer y a toda su familia... 



Acto ie 7' cero 85 

Don Segismundo. |Ah!... Dígale usted que lo he- 
mos comprometido en tales términos que no le deja- 
mos escapar. 

Doña Elvira. ^rQuiere usted enviarle dos letras.?* 

Marín. No, no hace falta: iré yo en persona. Ya 
lo convenceré. Porque, la verdad, me es más grato 
cenar en compañía de ustedes que en la suya. 

Don Segismundo. Esa preferencia nos honra. 

Doña Elvira. ;Lo esperamos a usted, entonces.? 

Marín. Desde luego. El vive aquí muy cerca. Me 
llego en un salto, cumplo con él y vuelvo en se- 
guida. 

Don Segismundo. ¡Ajajá! Pues hasta ahora. 

Marín. Hasta ahora. Se marcha por donde salió. 

Doña Elvira y don Segismundo lo saludan con la 
maito^ despidiéndolo. Cuando se supone que ha salido 
ya del jardín^ doña Elvira va a abrazar a su esposo^ 
toda regocijada. 

Doña Elvira. ¡Mundo! ¡Mundito! 

Don Segismundo. Deteniéndola. Quieta. 

Doña Elvira. ¿Cómo? 

Don Segismundo. Quieta. 

Pasa Marín por detrás de la verja del foro, hacia la 
izquierda, y saluda. 

Marín. Hasta ahora. 

Don Segismundo. Con extremada amabilidad. 
¡Adiós! 

Doña Elvira. ¡Adiós! 

Don Segismundo. Ya puedes abrazarme, Elvira. 

Se abrazan, en efecto. 

Doña Elvira. No acabas de sorprenderme, 
Mundo. 

Don Segismundo. Pues estoy disgustado conmi- 
go mismo. Decaigo, decaigo... Dos veces he querido 
decir una frase sobre el amor de madre, y no se me 
ha ocurrido nada feliz. Decaigo, decaigo... 



86 Las de Caín 

Doña Elvira. Calla, Mundo: ¿-qué has de decaer? 
Nuestras hijas van casándose todas a gusto nuestro, 
y j'a quién sino a ti se debe el milagro? 

Don Segismundo. El chispazo de la inspiración 
habrá sido mío, Elvira; pero la musa has sido tú. 

Doña Elvira. Enternecida. :Yo? 

Dox Segismundo. Tú. Y el ideal lleva camino de 
realizarse enteramente. ¡Lástima que el apellido Caín 
no se perpetúe! 

Doña Elvira. Discretamente ruborosa. ^'Qué sa- 
bemos aún? 

Don Segismundo. ;Cómo? 

Doña Elvira. Que aun no sabemos... 

Don Segismundo. ;Qué? 

Doña Elvira. ¿Recuerdas lo que te indiqué hace 
unos días en tono de chanza? Pues acaso resulte 
verdad. 

Don Segismundo. ¿Sí? 

Doña Elvira. Sí. 

Don Segismundo. ¡En el nombre del Padre! 

Doña Elvira. Nos ha rodeado tanta dicha es- 
tos últimos meses... hemos suspirado tanto por la 
felicidad de nuestras hijas... que Dios tal vez haya 
querido otorgarnos un nuevo premio... 

Don Segismundo. Mirando al cielo, humorística- 
mente. ¡Gracias, Señor de las alturas! ¡Pero estabas 
cumplido con nosotros! 

Doña Elvira. ^'Q*^^ dices? Bien venga lo que 
sea. 

Don Segismundo. ¡Oh, sí! Bien venga. 

Doña Elvira. Me voy a prepararle a Marín un 
plato muy dulce. 

Don Segismundo. Pues yo, hasta mañana ya, no 
vuelvo a mis cuartillas. 

Doña Elvira. ¿A qué cuartillas? ;' Traduces aquí? 

Don Segismundo. No. Aquí, creo. Te lo revelaré. 



Acto tercero 87 

ya que estamos de confidencias importantes, aun ha- 
ciendo traición a mi temperamento, que ama la vida 
interna. Estoy escribiendo... el discurso que está 
escribiendo Cayetano. 

Doña Elvira. ¿*Ves.? ¡Y hablas de decadencia!... 
¡Cuando te digo que no acabas de sorprendermel 

Don Segismundo. Pues... ¿y tú a mí? La mira de 
un 7nodo indescriptible. Ella se va por detrás de la 
casa, mirándolo a él con una sonrisa tan dulce como 
el plato que piensa prepararle a Marín. ¡Bien, bien, 
bien! ¡Perfectamente bien!... ¡Mucho, señor, mucho! 
Ya saldrá, ya saldrá... Pasea. Por detrás de la verja., 
de izquierda a derecha., atraviesa Marucha corriendo. 
Luego pasan Rosalía y Fifi. ¿Adonde irá esa golondri- 
na.^ Ah, que también vienen las otras. Pero, ¿y Alfre- 
do.^ ¿No salió con ellas Alfredo.? 

Marucha. Presentándose alborozada por la dere- 
cha. No me lo digas, porque ya lo sé. Hemos encon- 
trado a Marín. Va a cenar con nosotros. Alfredo se 
ha ido a acompañarlo para que no se pierda a la 
vuelta. ¿Y mamá.? ¿Dónde esta mamá.? 

Don Segismundo. Preparando un dulce para el 
convidado, precisamente. 

Marucha. Allá voy yo a darle una idea. Se mar- 
cha por detrás de la casa. 

Don Segismundo. A Fifí, que llega muy cari- 
acontecida co7i Rosalía. ¿Y a ti qué te sucede, Fifí? 
¿Qué gestillo es ese de disgusto.? 

Rosalía. Que la viene siguiendo un pollito... y 
ya sabes tú lo que eso la enfada. ¡Como si fuera una 
vieja pilonga! 

Fifí. ¡Pues no quiero, no quiero, ¡eal no quiero!... 

Don Segismundo. Alujer, pero si le has gustado 
al chico... 

Fifí. ¡Pues no quiero!... 

Rosalía. Es tonta de remate. 



88 Las de Caín 

Fifí. ¡No quiero, no quiero!... 

Rosalía. Pues eres tonta, aunque no quieras. Fí- 
jate, papá; ahí viene él. 

Fifí se vuelve de espaldas a la verja. El Pollito 
pasa por el foro de izquierda a derecha. Don Segis- 
mundo y Rosalía lo observan. Nuestro hombre apare- 
ce de un color y se va de otro^ porque no cogitaba con 
la expectación de la familia. Cuando ya no se le ve^ 
suelta la risa Rosalía. 

Don Segismundo. No te burles, no. Tiene una 
apostura muy gallarda... Yo jamás he visto una quis- 
quilla tan esbelta. 

Fifí. Gimoteando. ¡Pues no quiero, no quiero!... 
¡Todos serien de mí!... ¡No quiero, no quiero!... Én- 
trase en la casa. 

Rosalía. ¡Lo peor es que cada día está más 
tonta! 

Don Segismundo. Puede que eso sea lo mejor. 

Rosalía. Puede. Y ya ves que le salen partidos; 
porque ¡como es tan mona!... Pero no se le acerca un 
muchacho que no se vaya haciéndole fu. ¡Jesús, qué 
chiquilla! 

Don Segismundo. ¡Mucho; mucho! Dices perfec- 
tamente. 

Rosalía. En Madrid, si ella pone un poco de gra- 
cia de su parte, entra en relaciones con aquel autor 
que llevó Alfredo. 

Don Segismundo. Aquel autor tenía tanta gracia 
que era muy difícil hacerle ninguna. Sí. La verdad en 
su punto. 

Rosalía. ^jY el hijo del juez, que le presentó Al- 
fredo la otra mañana.^' ¡Desesperado se fué el chico! 
Es incasable: incasable. Convéncete, papá. 

Don Segismundo. ¿Incasable has dicho.^ ^"Incasa- 
ble.^ Es palabra que no enseño en ningún idioma. Ni 
la traduzco: le tengo guerra declarada. 



Acto tercero 89 

Rosalía. Pues lo que es en esta ocasión... 

Don Segismundo. Ya saldrá, ya saldrá... 

Rosalía. Mirándolo vialiciosame^iie. ^'Que ya sal- 
drá.^.. ;Sabes que estoy atando cabos y que me figu- 
ro tus planes? 

Don Segismundo. ^-Tú... mis planes.^ 

Rosalía. Sí. Yo... tus planes. ¡Vaya!... 

Don Segismundo. Som-iente. No lo dudo... No en 
balde eres mi hija... Me alegro, me alegro... Sabes 
que aprecio en lo que vale tu colaboración... Ya sal- 
drá, ya saldrá... Sacando un libro del bolsillo. Vamos 
a mi banquito, a conversar un rato con mi buen ami- 
cro Platón. 

Retirase por la derecha. Alfredo llega precipitada- 
inejite por la izquierda del foro^ y desde detrás de la 
verja habla con Rosalía. 

Alfredo. ¡Rosalía! 

Rosalía. ¿Eh? ¿Quién? Dios le ampare, hermano. 

Alfredo. Óyeme una cosa. 

Rosalía. Dios le ampare. 

Alfredo. Vamos, mujer;.. 

Rosalía. Espere un momento: voy a ver si han 
quedado mendrugos. ¡Brígida! ¿Hay mendrugos? 
Pues sabe usted que no hay mendrugos. Perdone us- 
ted por Dios. 

Alfredo. Hechizado. Bueno, y si no hay mendru- 
gos, (.-no tiene usted un traguito de agua que darme, 
hermanita? 

Rosalía. La contestación, este otoño. 

Alfredo. ¡Ja, ja, ja! 

Rosalía. Oye: ¿a que venías tan sofocado? ¿Qué 
has hecho de Marín? 

Alfredo. Eso me traía. Su amigo se ha empeña- 
do, ya que no cenan juntos, en que tomemos una 
cerveza los tres. 

Rosalía. ;Y no tienes dinero? 



90 Las de Caín 

Alfredo. ¡Guasona! Tengo un tesoro, que eres tú. 

Rosalía. A mí no me tienes. 

Alfredo. ¿No, verdad? La contestación, este 
otoño. 

Rosalía. ¡Ja, ja, ja! 

Alfredo. En serio: di a tus padres que no se im- 
pacienten si tardamos: que Marín corre de mi cuenta. 
Estoy convenciéndolo para que pierda el tren. 

Rosalía. ¿Ah, sí.^ Bien hecho. 

Alfredo. ¡Y que se quejen de mí tus herma- 
nitas! 

Rosalía. De ti no se queja aquí nadie más que yo. 

Alfredo. Ya te quejarás con razón. jTe voy a dar 
muy mala vida! 

Rosalía. ¿"Aluy mala? 

Alfredo. Muy mala. 

Rosalía. Acercándose más a la verja, con zalame- 
ría. ^-Muy mala, muy mala?... No será tanto, ¿-eh? 

Alfredo. Suspirando. ¡Ay, Rosalía! 

Rosalía. Mira; vete a tomar la cerveza. 

Alfredo. Es un buen consejo. Adiós. 

Rosalía. Adiós. Se queda junto a la verja viéndo- 
lo irse. 

Alfredo. Dentro ya. Adiós. 

Rosalía. Adiós. Le sopla un beso que pone en La 
palma de su mano izquierda. Después recoge graciosa- 
mente en el aire otro que se supone que le manda Al- 
fredo; vacila entre llevárselo a la boca o guardárselo, 
y al fin se lo guarda diciendo: Para postre. Marchase 
por detrás de la casa. 

Sale de ella el tío Cayetano, bostezando y despere- 
zándose, en faz de haber dorynido una siesta de cuatro 
horas. 

Tío Cayetano. Pues señor, no vuelvo a dormir 
más la siesta. 

Don Segismundo. Desde dentro. ¡Hola! 



Ac t o t e r c e r o 91 

Tío Cayetano. ¿Eh? 

Don Segismunído. ¡Ven con Dios, hombre, ven 
con Diosl Sale. ;Qué decías? 

Tío Cayetano. Nada: que no vuelvo a dormir 
más la siesta. Me levanto de un humor de perros... 
con mal sabor de boca... se me corta la indigestión... 
¡Bah! 

Don Segismundo. A mí lo que me suele suceder 
es que se me paraliza el cerebro, y no puedo pensar 
en algunas horas. 

Tío Cayetano. Igual me pasa a mí. Ahora yo no 
puedo pensar nada, no te creas. 

Do.\' Segismundo. Me lo explico, me lo explico 
perfectamente... Pero a bien que aquí no hemos ve- 
nido a pensar mucho, ;verdad, Cayetano.'^ sino a dar- 
le al cuerpo y al espíritu un poco de expansión. 

Tío Cayetano. Eso: un poco de expansión. Bos- 
tezando. ¡Aaaaah! Mientras más se duerme más se 
quiere dormir. Se sienta. 

Don Segismundo. Yo lo que deploraría, querido, 
sería que te aburrieses. 

Tío Cayetano. ¡Quita allá! 

Don Segismundo. Esta vida en familia, apartada, 
serena, que para mí tiene tan grato perfume, quizás 
a ti, espíritu inquieto, voluntad independiente, te re- 
sulte empalagosa, sosilla... ^•No.'^ 

Tío CayetAxNO. ¡De ninguna manera! ¡Al revés! 
Pues si yo soy un hombre que... Yo... yo... Precisa- 
mente yo... A mí dame tú... Claro que uno... uno... 
No siempre las cosas... i^\v} no siempre... Porque 
yo... yo... 

Don Segismundo. ¡Es claro! Te comprendo muy 
bien: no porque tú hayas permanecido célibe... 

Tío Cayetano. No, no; pero si eso de célibe... 
eso... eso es gana de murmurar que tienen algunos... 

Don Segismundo. ¡Mucho; mucho! Hasta de Dios 



92 Las de Caí 71 

dijeron. Me refería yo a que nada tiene que ver que 
tú, por los azares de la vida, hayas dejado de cons- 
tituir una familia, para que puedas comprender y 
apreciar los encantos de la vida doméstica; lo que la 
familia significa para el hombre; el ánimo que le 
presta en la adversidad... en la desgracia... 

Tío Cayetano. Ahí va, ahí va... El ánimo... el... 
^'eh?... La vida doméstica... la... ;eh.'' Porque hay mo- 
mentos... hay momentos... 

Don Segismundo. No te canses: ya sé por don- 
de vas. 

Tío Cayetano. ^'Eh.^ Hay momentos... ^'eh.^ 

Don Segismundo. ¡Y dices que no se te ocurre 
nada cuando duermes la siesta!... En la vida hay mo- 
mentos que son toda la vida. ¡Qué bien lo has visto, 
Cayetano! 

Tío Cayetano. ¡Eso: toda la vida! 

Don Segismundo. Más de una vez he hablado yo 
con mi mujer, y con Fifí, que es muy sentadita, de 
tu amargura inmensa la noche aquella en que te dio 
el amaguillo cerebral. 

Tío Cayetano. ¡Oh! 

Don Segismundo. ¡Verte solo en tu casa, sin más 
asistencia que la de tus criados, que por fieles que 
sean no pasan de ser servidores; sin una mano que- 
rida que estrechar, sin unos ojos en que fijar los tu- 
yos y que te miraran como sólo miran los de los 
hijos y los de las esposas!... Horrible, horrible. 

Tío Cayetano. Inquieto^ nervioso, pálido. Horri- 
ble... es muy cierto. Te juro que pasé un ratito... 
Horrible, Segismundo... No me quisiera ver en 
otra, no. 

Don Segismundo. Ni hay que pensar en ello, 
tonto... Por fortuna tu salud es de roble: tienes una 
energía juvenil que yo te envidio cordialmente... Pero, 
¿me permites que te haga una pregunta, hija de una 



Acto tercero 93 

idea que ahora mismo entra en mi cerebro, con la 
fuerza de la inspiración momentánea? 

Tío Cayetano. Sí, hombre... ;Por qué no.^ Pre- 
gunta lo que quieras. 

Don Segismundo. Vas a perdonarme lo que pue- 
da haber en ella de impertinente o de indiscreto; 
pero tal como se me ha ocurrido, allá va. Mirándolo 
con atención, y dándole un rápido golpecillo en un hom- 
bro. ¿Por qué no te casas.'* 

Tío Cayetano. Riéndose como quien se siente li- 
sonjeado por la pregunta. ¡Ja, ja, ja!... Por qué no me 
caso... No está mal... no está mal... Por qué no me 
caso... Me ha hecho gracia la idea... ¡Ja, ja, ja! 

Don Segismundo. Sí, señor, sí: y me atrevo a re- 
petirte la pregunta: ¿por qué no te casas.' 

Tío Cayetano. No, si ya lo he pensado yo mu- 
chas veces... Yo ya... ¿eh.\.. ya yo... ;Pero como siem- 
pre he sido un turista!... 

Don Segismundo. ¡Anda con Dios! 

Tío Cayetano. Sí, hombre, sí: un turista... ¡Siem- 
pre he sido un turistal... 

Don Segismundo, yovialmente. Mira, mira, no te 
me vengas a mí con historias... ;Oué es eso de un 
turista} 

Tío Cayetano. ¡Pues un turista! ¡La palabra lo 
dice, señor! Un hombre que come bien, bebe bien... 
y le gustan las buenas mujeres. 

Don Segismundo. ¡Mucho; mucho! Y es verdad: 
¡siempre has sido un turista! Pero aun así, a pesar de 
esas aficiones, me declaras que muchas veces has pen- 
sado en el matrimonio... 

Tío Cayetano. Ah, sí: he pensado... ya lo creo 
que he pensado... Antes, ;eh.^ antes... ;A mi edad ya 
quién...? 

Don Segismundo. íA tu edad! la tu edad! ¡Chis- 
tosa callejuela! ¡Ja, ja! 



94 L a s de C ain 

Tío Cayetano. H alagadísimo. ¿Te ríes, eh? 

Don Segismundo. ^No me he de reír, grandísimo 
turista} ¿-No me he de reír.^ Tú lo sabes mejor que yo: 
eso de la edad es el mayor de los convencionalismos. 
En rigor, no hay edades. Hay quien se muere a los 
seis meses y quien se muere a los noventa años... 
^Cuál era el más viejo.^ ¡El de los seis meses, que se 
murió antes! 

Tío Cayetano. Eso sí: eso es una verdad muy 
profunda. Hay quien se muere a los seis meses. 

Don Segismundo. ¡Más es! ¡Hay quien teniendo 
veinticinco años, tiene sesenta!... 

Tío Cayetano. ¡Justo! jte lo iba yo a decir! ¡Como 
hay quien teniendo sesenta...! ^eh.^ 

Don Segismundo. ¡No tiene más que veinticinco! 

Tío Cayetano. Justo! ¡justo! 

Don Segismundo. ¡En mi casa, sin ir más lejos, 
lo ves! Rosalía es mi hija mayor: Fifí es la más pe- 
queña: ¡pues ahí están ellas dándole un mentís a la 
edad! La mayor es Fifí, y la más pequeña es Rosalía. 
¿•Por qué.^ ¡Porque Rosalía tiene la ligereza y la san- 
gre de una chicuela de quince abriles, y Fifí tiene 
toda la cachaza y todo el sosiego de una mujer de 
cuarenta años! 

Tío Cayetano. Sí, sí. Ya lo he notado yo. 

Don Segismundo. Riéndose. ¡Pero has tenido mu- 
chísima gracia! ¡La tapaderilla de la edad que se bus- 
ca! ¡Ja, ja! Me voy, me voy... porque no quiero andar 
con viejos... no se me peguen los alifafes... ¡Está 
bien! ¡está bien!... ¡Lo que tú eres un empedernido 
turista!... ¡Eso es lo que tú eres! ¡Turista! ¡Más que 
turista!... ¡Me ha hecho llorar el demonio del hombre! 

Éntrase en la casa, llorando materialmente de risa. 
El tío Cayetano tarttbién ríe. 

Tío Cayetano. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué Segismundo este!... 
^Eh.^ ¡Cómo se ha reído!... ¡Claro! yo... yo... 



Acto tercero 95 

Llegan por la derecha Alfredo y Marín. 

Marín. ¡Caramba! ¡Señor don Cayetano!... 

Tío Cayetano. ¡Oh, señores! Queridísimo Marín, 
;qué tal va ese valor? 

Marín. Ya parece que hemos echado la ruina 
fuera. Muchas crracias. 

o 

Tío Cayetano. ¡Vaya, hombre, vaya! 

Marín. ¡A usted sí que lo encuentro al pelo! 
¡Pero al pelo! 

Tío Cayetano. ^-Sí, eh.^ 

Marín. Sí, señor: unos colores envidiables; un as- 
pecto de salud que da gozo. ¿Verdad, Alfredo.'' 

Alfredo. Como que esto le está sentando muy 
bien. 

Tío Cayetano. Ah, sí: esto me está sentando 
muy bien. 

Marín. Muy bien, es poco: ¡archibién! ¡Si parece 
usted un muchacho! ¡Qué fuego en la mirada! ¡qué 
lozanía! Yo, como le he visto las orejas al lobo, nada 
envidio ya como la salud. 

Tío Cayetano. ¡Asomó el aprensivo! Porque éste 
es un aprensivo muy grande. 

Alfredo. Incorregible. 

Tío Cayetano. No sea usted aprensivo, hombre 
de Dios. La ciencia ha adelantado mucho. ¡Ya se 
muere muy poca gente! 

Marín. Toda la que nace, don Cayetano. ¡Pero ni 
con usted ni conmigo va eso ahora! 

Sale de la casa Fifí. En el delantal trae un poco de 
trigo. 

Fifí. Sorprendida. Ay, buenas tardes. No sabía 
que estaba usted aquí. 

Alfredo. Avisaré yo a todos. Éntrase en la casa. 

Makín. ¿Cómo sigue usted.-* 

Fifí. Bien, ¿y usted? 

Marín. Perí^ectamente ya; muchas gracias. 



96 Las de Caín 

Tío Cayetano. ¿Adonde vas con ese trigo, Fifí? 

Fifí. A echarles de comer a las gallinas. Con per- 
miso de ustedes. 

Tío Cayetano. Aguarda, mujer, aguarda un poco. 
Te acompañaré yo en la empresa. ¡Ja, ja, ja! A Ma- 
rhi. Es una muchacha... pero tiene cuarenta años. 
Hasta ahora, querido Marín; hasta ahora. 

Fifí se va por detrás de la casa ^ y el tío Cayetano la 
sigue. 

Marín. Adiós, don Cayetano, adiós. ¡Qué simpá- 
tica es la familia esta! 

Sale Marucha de la casa. 

Marocha. ¡Dichosos los ojos, amigo Marín! 

Marín. ¡Oh, Maruchita! ^jCómo va.? 

Marucha. Es usted muy malo, muy malo; el más 
malo de todos. 

Aíarín. (iPor qué soy tan malo? 

Marucha. Siéntese usted, y se lo diré. Se sienta 
ella. ¿O es que está usted ya rabiando por irse? ¿Nos 
va usted a hacer visita de médico? 

Marín. Todo lo contrario: de enfermo. 

Marucha. Co?i interés mimoso. ¿De enfermo?... 

Marín. De enfermo... ya curado y agradecido. 

Marucha. ¡Ah! Me asustó usted. Vamos, ^no se 
sienta? 

Marín. ¿Cómo no? 

Marucha. ¡Ay, qué lejos! ¿Usted se cree que yo 
me como a los asturianos? 

Marín. ¡Ojalá! Se sie^tta cerca de ella. Todos los 
asturianos, desde don Pelayo inclusive, se dejarían 
comer por usted. 

Marucha. ¿Sí, verdad? ¡Mira qué malo ha salido 
de las calenturitas! ¡Picaro! ¡Más que picaro! Si no 
paso el bochorno de escribirle yo una postal, no vie- 
ne usted a despedirse. ¡Malo! ¡Con los calditos que 
yo le preparaba!... 



Ac i o í er c e r o 97 

Maríx. Pero, Maruchita, ^-de veras cree usted que 
iba yo a despedirme a la francesa? 

Makücha. y tan de veras como lo creo. 

Makíx. Ah, pues no: modifique usted su juicio 
sobre mi persona, porque entre mis innumerables 
defectos, el de ser ingrato no cuenta. Se lo aseguro 
a usted. 

Makucha.^ ^-Y el de ser hipócrita? 

Makín. Ése, menos: no sé fingir. Por eso, a ve- 
ces, paso por huraño y adusto; porque no sé fingir. 

Makucha. ¡Anda! Se ha puesto serio. 

Makín. Para que usted me crea. Y porque es 
bien serio lo que siento. La gratitud que me liga a 
ustedes durará lo que dure mi corazón. 

M A HUCHA. A y, lo que se me ocurre... 

Makín. ¿Qué? 

Makucha. Nada; no se lo digo... Soy muy tonta. 
Siga usted hablando, Marín. 

Makín. Yo no puedo olvidar que, en una crisis 
de mi vida, me he visto enfermo, lejos de mis pa- 
dres, y de mi casa, y de mis montañas... y que su 
madre de usted, Marucha, velándome la fiebre a la 
cabecera, alguna vez llegó a parecerme Ja mía. Esto 
yo no puedo olvidarlo. 

Makucha. jOué bueno es usted, Marínl Pero {qué 
bueno, qué bueno! Aquello de malo que le dije antes 
era de broma. Yo no he visto nunca un hombre más 
bueno. 

Marín. Bueno o malo, Marucha, ingrato es lo que 
desde luego no soy. Puede usted creer que, si dejo a 
Madrid con pena, es sólo por ustedes. 

Makucha. ;Por ustedes? ¿Y quiénes son ustedes? 

Marín. Ustedes: sus padres, sus hermanas, us- 
ted... 

Marucha. Usted... no es ustedes. 

Marín. ¡Clarol Usted es usted. 



98 L as de C ain 

Marucha. Yo. 

Makíx. La firmante de la postalita, gracias a la 
cual estoy yo aquí 

Marucha. No sea usted malo, que ya le he di- 
cho a usted que es bueno. Y no finja usted: que lo 
que menos le importa de Madrid es la firmante de la 
postalita. 

Maríx. Le repito a usted que no finjo. Cuando 
no siento una cosa, no la digo jamás. 

Marucha. Entonces, yo no sé qué pensar de us- 
ted... jAy, qué hombre más malo! 

Marín. Pero veo que otorga usted títulos de bon- 
dad y de maldad con gran ligereza. 

Makucha. No, señor; sino que si usted se va de 
Madrid apenado porque me ha conocido y siente de- 
jarme... pues usted es muy malo, Marín. 

Marín. ^Malo porque siento dejarla a usted? Pues 
¿no era malo porque me iba tan fresco, según usted 
creía? 

Marocha. Sí, es verdad; y es usted muy bueno. 

Marín. ¿Muy bueno? 

Marucha. Muy bueno. Pero... francamente... me 
mira usted de un modo, que es usted muy malo. 

Marín. ¿Vamos a dejarlo en regular? 

Marucha. Eso es: regular de malo y regular de 
bueno. Con unos granitos más de malo. 

Marín. ¡Ja, ja, jal 

Marucha. ¿Y yo, cómo le parezco a usted? ¿Mala 
o buena? 

Marín. Muy mala. 

Marucha. ¡Qué pronto lo ha dicho! Pero eso es \ 
broma; es usted muy malo; porque si le pareciese 
tan mala... no le importaría a usted dejarme. Ya 
lo cogí. 

Marín. Efectivamente; me cogió. No hay ré- 
plica. 



Ac i o t er c er o 99 

Marocha. No; de verdad. En serio, como se puso 
usted antes, Marín: ¿qué le parezco a usted? 

Marín. ¡Preciosal 

Makucha. ¡Ay, qué malo! 

Makí:í. Tan preciosa, Marucha, tan atractiva... 

Makucha. Por Dios... Leopoldo... no me vaya us- 
ted a decir una cosa muy mala que le estoy leyendo 
a usted detrás de los ojos... 

Marín\ ¿'Y es muy mala esa cosa, Marucha.^ 

Marucha. No... muy mala, no; regular de mala 
también. 

Marín. Como yo, entonces: eso le probará a us- 
ted que es sincera. 

Marucha. Pero, de todos modos, no me la diga 
usted ahora... que me va a dar muchísimo /«-z/í?... 

Marín. Si usted ya la ha leído, ¿para qué tengo 
yo que decírsela-f^ 

Marucha. ¿Y si me he equivocado en la lectura, 
Marín ? 

Marín. No; no se ha equivocado usted, Maru- 
chita. 

Marucha. [Ay, qué malo! Digo, no; ¡ay, qué bue- 
no!... ¡Jesús bendito! El tío Cayetano viene ahí... Y 
nos va a ver juntos... y se va a pensar cualquier cosa 
muy mala... Yo me marcho... Leopoldo... Hacia allá, 
^sabe usted.\.. Voy a sentarme en aquel banquito... 
Usted haga lo que quiera... Cogeré mientras una flor 
y le preguntaré una cosa... Se retira por la derecha^ 
sin dejar de mirar a Marín. 

Marín. ¡Es encantadora esta chica! ¡Qué atrac- 
tivo tiene! Me da el corazón que he hecho un viaje 
completo. 

Sale el tío Cayetano por donde se marchó. 

Tro Cayetano. ¿Qué es eso, hombre.^ Pero ¿aun 
está usted aquí solo? 

Marín. No, señor, no; estaba bien acompañado. 



100 Las de Catn 

Hablaba con Marucha, que se ha ido allá... a coger 
unas flores... 

Tío Cayetano. Ah, vamos, con Marucha. Es ver- 
dad, sí; allá la veo. A coger flores, ^'eh? 

Marín. Ocupación de jóvenes, don Cayetano. 

Tío Cayetano. Justo, sí; eso iba yo a decirle: 
los jóvenes, ¿-eh? a coger flores. ^Sh.? ¡A coger 
flores ! 

Marín. Pues todavía puede usted coger alguna. 
¡Porque usted se conserva que es un gusto!... 

Tío Cayetano. ¿Sí, eh?... Hombre, yo... la ver- 
dad... Oiga usted, yo siempre he pensado que eso de 
la edad no existe... 

'Marín no quila ojo al sitio por donde Marucha 
se fué. 

Marín. ^Q^^ "^ existe la edad.?* 

Tío Cayetano. No existe, no... porque... Usted 
vea: hay quien se muere a los seis meses y quien se 
muere a los noventa años... y^. ¿'Cuál es el más jo- 
ven.f* ¡Pues el de noventa años... porque el otro se 
muere antes! ¿Eh.? ¿eh? 

Marín. Sí, señor, sí. Temo que Maruchita se abu- 
rra. Voy allá... 

Tío Cayetano. En esta casa misma está el ejem- 
plo: la mayor de las muchachas es Rosalía, y Filí es 
la menor. Bueno, pues... ¿usted no lo ha notado.? ¡Fifí 
parece que tiene cuarenta años, y Rosalía diez y 
seis!... ¿Eh.^ ¿eh.^ ¿eh.? 

Marín. Ah, justo, sí: esa observación es muy 
buena. 

Tío Cayetano. ¿Eh.? Rosalía... 

Marín. Que sí, que sí: Rosalía es la menor sien- 
do la mayor, y Fifí la mayor siendo la menor. En- 
tendido. Pero Maruchita es el término medio, que es 
el mío por ahora. Dispénseme usted, querido amigo. 
Se va con Marucha. 



Acio iercero loi 

Tío Cayetano. (El término medio! ¡Qué gra- 
cioso 1 Ya yo se lo iba a decir... pero él se an- 
ticipó. 

Salen de la casa Alfredo y Rosalía. 

Rosalía. Aquí te pillo, aquí te cojo. 

Tío Cayetano, ^liso es a mí? 

Alfredo. A usted, a usted mismito. 

Rosalía. Prepárese usted: se trata de un tiro a 
quema ropa. 

Tío Cayetano. ^'De un tiro? 

Alfredo. Sí, señor. 

Rosalía. Verá usted el asunto: Alfredo me quie- 
re un disparate. 

Alfredo. La quiero un disparate. 

Rosalía. Yo lo quiero a él otro disparate. 

Alfredo. Ella me quiere a mí otro disparate. 

Rosalía. Y otro disparate que pensamos hacer 
este otoño... 

xA.LFREDO. Son tres disparates. 

Rosalía. ¿"Usted apadrina tantos disparates? 

Tío Cayetano. ¡Ja, ja, ja! ¡V^aya una preguntita 
salada! ¡Eso no había ni que tratarlo! 

Rosalía. ¡Ole mi tío, qué retebueno es! Déme 
usted un abrazo muy fuerte, muy fuerte, muy 
fuerte. 

Tío Cayetano. Abrazándola. ¿-No se enfadará Al- 
fredo? 

Alfredo. No, señor; porque después de abrazar- 
la a ella me abraza usted a mí, y yo me quedo con 
los dos abrazos. 

Tío Cayetano. Abrazándolo, ¡Ja, ja, ja! ;Conque 
para el otoño, ¿-eh?... para el otoño? 

Rosalía. Para el otoño, sí. 

Alfredo. ¡Gracias a Dios que voy a casarme! 

Rosalía. Que vamos a casarnos; no me dejes fue- 
ra en las gracias a Dios. 



I02 Las de Caín 

Alfredo. ¡Como que los dos soñamos con ese 
dial 

Tío Cayetano. Sí; realmente... ^•eh.'^ 

Alfkkdo. Realmente, tío Cayetano, dadas nues- 
tras costumbres y la sociedad en que vivimos, es el 
único estado en que se puede pasar bien. 

Rosalía. Se suele pasar mal; pero es el único en 
que se puede pasar bien. 

Tío Cayetano. Sí, es el único... sí... Ya... yo... 

Alfredo. La soltería, sobre todo para los hom- 
bres, está erizada de peligros. 

Rosalía. ¡Erizada! 

Tío Cayetano. Sí... sí está erizada. 

Alfredo. La vida entre criados o de hotel en ho- 
tel, es aburridísima, fastidiosa... 

Rosalía. Y lo peor no es eso: sino que a última 
hora se encapricha usted con una fregona de buen 
palmito... o con una lagarta... 

Alfredo. Y acaba por hacer viejo mal lo que jo- 
ven pudo hacer bien. 

Tío Cayetano. Sí... eso lo he dicho yo mil veces: 
de viejo se hace mal lo que de joven se hace bien. 

Alfredo. Como otros peligros inevitables y tre- 
mendos. Ya ha visto usted ese pobre señor de que 
ayer hablaban los papeles. ;! 

Rosalía. Una cosa horrible: ¡le han cortado el 
pescuezo entre el ayuda de cámara y el pinche de 
cocina! 

Alfredo. ¡Por vivir solo como un hongo! ^No lo 
ha leído usted.^ 

Tío Cayetano. jNí lo leo! Luego en la siesta es 
ella: se me representa todo junto... y no duermo 
tranquilo. 

Alfredo. Por eso yo, tío Cayetano, este otoño, al 
pueblo con mi mujercita. A trabajar allí como un 
hombre... y a vivir contento y en paz. 



Acto tercero 103 

Rosalía. ¡Y el que quiera más felicidad, que la 
pinte! 

Tío Cayetano. Que la pinte, ;eh.\.. que la pinte. 

Sale Fifí por detrás de la casa y atraviesa hacia la 
derecha. 

Alfredo. Que la pinte. ¿-Adonde vas, Fifí? 

Tío Cayetano, ¡Fití! ^Adonde vas? 

Fifí. Allí con Marucha. 

Tío Cayetano. Ven acá, mujer. 

Roí^ALÍA. Ven acá. 

Fifí. No, que está ahí Alfredo y se burla de mí. 
Vase. 

Alfredo. |Qué chiquilla! 

Tío Cayetano. Es una chiquilla; pero tiene cua- 
renta años. 

Alfredo. Tiene más. 

Tío Cayetano. ,;Tiene más, eh? 

Alfredo. En bondad y en sentido práctico de la 
vida y de las cosas, tiene más. 

Rosalía. [Es una señora mayor! 

Tío Cayetano, jja, ja, ja! jDice que es una seño- 
ra mayor!... 

Alfredo. Mire usted, tío Cayetano: a mí me han 
derretido los sesos los ojos de mi novia, pero no por 
eso dejo de comprender que la perla de la casa es 
Fifí. 

Tío Cayetano. Fifí... ¿eh.^.. Fifí... ^Vamos allá a 
enredar un rato? 

Alfredo. Vamos allá. 

Tío Cayetano. Del brazo de Alfredo. ¡Niñas! ¡ni- 
ñas! ¿Hay sitio para este par de mozos? 

Se van por la derecha los dos. Rosalía que va a se- 
guirlos^ se detiene al ver salir a don Segismu7ido de la 
casa y y se acerca a él. 

Rosalía. Papá. 

Don Segismundo. Hola, secretaria. ^Qué quieres? 



'04 Las de Caín 

Rosalía. Haces muy bien en no ensenar en nin- 
gún idioma la palabra incasable. Eres un genio, aun- 
que yo sea tu hija. Y Alfredo te ha salido un discí- 
pulo que ya, ya. Acaba de decirle al tío Cayetano 
que Fifí es la perla de la casa. 

Don Segismundo. ¡Ja, jal 

Rosalía. Como tengamos hijas, lo que es a ése 
no se le quedarán solteras. Voy con él. Marchase 
por la derecha. 

Don Segismundo. ¡Bien; muy bien! ¡Perfectamen- 
te bien! ¡Mucho, señor, mucho!... Ya salió, ya salió... 
Asomándose por detrás de la casa. ¡Elvira! ¡Elvira! 

Sale doña Elvira. 

Doña Elvira. ^Qué quieres, Segis? 

Don Segismundo. Echa la vista hacia aquel ban- 
co, pero sin mirar... Como si tuvieses puestas las ga- 
fas negras. 

Doña Elvira. ¡Todos allí! 

Don Segismundo. ¡1 odos! ¡Por parejas, Elviral 

Los dos miran disimuladamente. 

Doña Elvira. Fifí, el ángel mío, con Cayetano... 
¿verdad? 

Don Segismundo. Y Maruchita, el otro ángel 
tuyo, con Marín. 

Doña Elvira. Pero ^será posible, Mundo? 

Don Segismundo. Pues ^-no lo ves claro, mujer? 

Doña Elvira. ¡Lo de Cayetano sería demasia- 
da ventura! ¡Un hombre de su posición y de sus 
prendasl 

Don Segismundo. Pues dalo por hecho. Cayetano 
no piensa más que lo que a mí se me antoja que 
piense. (Yú te haces cargo?... Todas las mañanas, has- 
ta que se case, como quien le da la ropa interior, le 
daré las ideas que hayan de llevarlo a la Vicaría... 
Ese es mi cuidado. Y no creas sino que le hacemos 
un gran servicio. A él y a Fifí. 



Acto tercero 105 

Doña Elvira. [Hija de mi alma! 

Don Skgismundo. Serán felices... serán felices... Y 
si Dios les concede algún hijo, no será tonto. Porque 
como fuerzas iguales se destruyen... 

Doña Elvira. No te entiendo, Segis. 

Don Segismundo. En este punto, basta con que 
rae entienda yo. 

Doña Elvira. ¿Te parece que los llamemos para 
ir hacia la mesa.? 

Don Segismundo. ^'Todo está listo ya.? 

Doña Elvira. Todo. 

Don Segismundo. Pues a la mesa entonces, que 
en la mesa se fortifica el amor: se alimenta... y bebe. 
Llamando. ¡Jóvenes! 

Doña Elvira. Llama también a Cayetano. 

Don Segismundo. ¡Si por él he dicho lo de jó- 
venes! 

Doña Elvira. Ya. 

Don Segismundo. ¡Jóvenes! 

Tío Cayetano. Dentro. ^Qué pasa? 

Don Segismundo. A doña Elvira. ^iVes.? A los 
otros. ¡Que la mesa espera! ¡Que no se vive sólo de 
ilusiones! ¡Que los viejos, por lo menos los viejos, te- 
nemos apetito! 

Se oyen dentro grandes carcajadas de todos y algu- 
nos aplausos. 

Doña Elvira. ¡Andad, andad hacia la mesa! 

Don Segismundo. Son dichosos, Elvira. No hay 
que dudarlo. 

Aparecen Marín y Marucha. 

Marín. En esta casa, don Segismundo, las horas 
se vuelven minutos. 

Don Segismundo. Eso quiero yo; eso quie- 
ro yo. 

Marucha. Venga usted, Marín, que lo voy a sen- 
tar a mi lado. 



»o6 Las de Caín 

Marín. jAunque me cuelgue usted del techo es- 
taré contentísimo! 

Entran en la casa. Don Segismundo y doña Elvira, 
que los contemplan hechizados, se miran luego sonrien- 
tes, con veinticinco comentarios en cada ojo. Salen el 
tío Cayetano y Fifi. 

Tío Cayetano. ^Eh, Fifí? ^-Lo apruebas, Fifí? Oye, 
Segismundo, ]e digo yo a Fifí, que si ese muchacho 
Marín se quedara un día más, haríamos mañana una 
excursión en burro. ¡Se me ha ocurrido eso! ^-Rh? ¡Una 
excursión en burro! 

Don Segismundo. [Mucho; mucho! Una excursión 
en burro... Muy oportuna idea... 

Fifí. ^ ^Iremos a Jas peñas, tío Cayetano? 

Tío Cayetano. ¡Iremos adonde tú guíes! Y aho- 
ra... ahora... ¡a hacer por la vida! 

Éíitrase en la casa con Fifi. Los esposos vuelven a 
mirarse como antes. Salen Alfredo y Rosalía. 

Rosalía. Papá, mamá: dice Alfredo que esta no- 
che pierde Marín el tren; y digo yo que mañana se 
cae el tío Cayetano de su burro. 

Risas generales. 

Don Segismundo. jMucho; mucho! Eso es de bue- 
na ley. 

Alfredo. Don Segismundo: doña Elvira... 

Doña Elvira. ^'Qué? 

Alfredo. Ya pueden ustedes decir lo que gus- 
ten... y yo también; pero el que se lleva la perla de 
la casa, soy yo. 

Nuevas risas. Éntrase en la casa con Rosalía. 

Don Segismundo. Está bien... está bien... 

Doña Elvira. ¡Mundo! 

Don Segismundo. ¡Elvira! 

Doña Elvira. ¡Conseguido nuestro ideal! 

Don Segismundo. ¡Que se lo doy yo a los con- 
quistadores de América! 



Act o tercero 107 

Doña Elvira. ^'Le pides algo a Dios en este mo- 
mento? 

Don Segismundo. jSí! Que sean tan felices como 
nosotros... y que eso... ¡sea varón! 

Se cogen del brazo y se encaminan hacia la casa. 



FIN DE LA COMEDIA 



Santander, agosto, 1908. 



OBRAS DE LOS MISMOS AUTORES 



JUGUETES CÓMICOS 

(PRIMBHOS BHSATOS) 

Esgrima y amor. — Belén, 12, principal.— Güito. — La media naranja. — 
El tío de la flauta.— Las casas de cartón. 

COMEDIAS Y DRAMAS 

EN UN ACTO 

La reja. — La pena. — La azotea. — Fortunato.— Sin palabras. 

BN DOS ACTOS 

La vida íntima. — El patio. — El nido. — Pepita Reyes. — El amor que 
pasa.— El niño prodigio. — La vida que vuelve. — La escondida senda. — 
Doña Clarines. — La rima eterna. — Puebla de las Mujeres. — La consule- 
sa. — Dios dirá. — El ilustre huésped. 

EN TRBS o Jíis ACTOS 

Los Galeotes. — Las flores. — La dicha ajena.— La zagala.— La casa de 
García. — La musa loca. — Kl genio alegre. — Las de Caín. — Amores y amo- 
ríos. —El cente lario. — La flor de la vida. — Malvaloca. — Mundo, mundi- 
llo... — Nena Teruel. — Los Leales.— El duque de £1. — Cabrita que tira al 
monte... — Marianela. 

SAÍNETES Y PASILLOS 

La buena sombra. — Los borrachos. — El traje de luces. — El motete. — 
El género ínfimo. — Los meritorios. — La reina mora. — Zaragatas. — El mal 
de amores. — Fea y con gracia. — La mala sombra. — El patinillo. — Isidrín 
o Las cuarenta y nueve provincias. 



ENTREMESES Y PASOS DE COMEDIA 

El ojito derecho. — El chiquillo. — Los piropos. — El flechazo. — La za- 
hori. — El nuevo servidor. — Mañana de sol. — La pitanza. — Los chorros 
del oro. — Morritos. — Amor a oscuras. — Nanita, nana... — La zancadilla. — 
La bella Lucerito. — A la luz de la luna. — El agua milagrosa. — Las buño- 
leras. — Sangre gorda. — Herida de muerte. — El último capítulo. — Solico 
en el mundo.— Kosa y Rosita.— Sábado sin sol.— Hablando se entiende 
la gente. — ¿A quién me recuerda usted? — El cerrojazo. — Los ojos de luto. 
Lo que tú quieras. 

ZARZUELAS 

BIÍ X7» ACTO 

El peregrino. — El estreno. — Abanicos y panderetas o ¡A Sevilla en el 
botijo! — El amor en solfa. — La patria chica.— La muela del rey Farfán. — 
El amor bandolero. — Diana cazadora o Pena de muerte al Amor. — La 
casa de enfrente. 

B.S DOS o MÁS ACTOS 

Anita la Risueña. — Las mil maravillas. 



MONÓLOGOS 

Palomilla. — El hombre que hace reír.— Chiquita y bonita. — Polvorilla 
el Corneta. — La historia de Sevilla. 



VARIAS 

El amor en el teatro. — La contrata. — La aventura de los galeotes.— 
Cuatro palabras. — Carta a Juan Soldado. — Las hazañas de Juaailio el de 
Molares. — Bccquerlana. — Rincoaete y Cortadillo, 



Pompas y honores, capricho literario en verso. Fernanao F^, Madria, 
Fiestas de amor y '^ots\.?í^ colección de trabajos escritos ex profeso para 
tales fiestas. Manuel Marin., Barcelona. 
La mad recita, novela corta. 



EDICIÓN ESCOLAR: 

Do?)a Clarines y Mañana desoí. Editedw'ih iniroductlon, notes ana 
voca¿u'arj> by S. Griswold Aforley^ Ph. D. Assistant Professor of Span'sh^ 
University of California. — Heatk's Moiern Langucige Series. —Boston, 
New York, Chicago. 



TRADUCCIONES 



AL ITALIANO: 
I Galeoti.— II patio,— I fiori {Las flores). — La pena — L'amore che 
passa. — La Zanze i^La Zagala), por Giüski-pe Paulo Pacchierotti. 

Anima allegra (5¿ genio alegre), por JuAS Fabkis y Oliveí y Ltnoi 

MOTTA. 

Le fatiche di Ercole {Las de Caín), por Juan Fabré r Olivkr. 

I fastidi della celebritá {La vida intima), por Giulio ds Medici. 

La casa di García. — Al chiaro di luna. — Amore al buio {Amor a es- 
curas), por LCIGI MoTTA. 

II centenario, por Frasco Liberati. 
Donna Clarines, por Gidlio de Frenzi. 

Ragnatelle d'amore {Puebla de las Mujeres), por Enrico Tkdeschi. 

Mattina di solé.— L'ultirao capitolo. — 11 fiore della vita. — Malvaloca.— 
leltatura {La mala sombra). — Anima malata {Herida^ de muerte). — Chi 
mi ricorda lei? {^A quién me recuerda usted?), por Gilberto Bbccari j 

LUIOI MOTTA. 

AL VENECIANO: 

Siora Chiareta (Doiia Clarines), por Gisro CaccHBTTi. 

El paese de le done {Puebla de las Mujeres), por Garlo MomticbuIíI. 

AL ALEMÁN: 

Ein Sommeridyli in Sevilla {El patio).— T>ie Blumen {Las flores).— Dio 
Liebe gaht vor'úher {El amor que pasa). —hebenslast {El genio alegre), por 
el Dr. Max Brausewetter. 

Das fremde Gliick {La dicha ajena), por J. Gustavo Rohdb. 

Ein soaniger Morgen {Mañana de sol), por Makt v. Ha&bv. 

AL FRANCÉS: 

Matinée de soleil {Mañana de sol), por V. BoRZlA. 

La fleur de la vie {La Hor de la vida), por Georoks Lapond y Al- 

BSKT BOüCHBROjr. 



AL HOLANDÉS: 
De bloem van het leven {La flor de la vida), por N. Smidt-Rsibsxb. 

AL PORTUGUÉS: 
O genio alegre.— Mexericos {Puebla de tas Mujeres), por Joáo Sol^h. 

AL INGLÉS: 

A morning of sunshine (A/<J«<a«<i de sol), por Mrs. LüCRETIA Xavisb 
Flotd. 

Malvaloca, por Jacob S. Fassett, Jr. 

By their words ye shall know them {Hablando se entiende la gente), poi 
John Gakrett Undbrhill. 



LIBRERÍA «FERNANDO FÉ» 
PUERTA DEL SOL, 1 5 

SOCIEDAD DE AUTORES ESPAÑOLES 
PRADO, 24 



DOS PESETAS 



RARE BOOK 
COLLECTION 




THE LIBRARY OF THE 

UNIVERSITY OF 

NORTH CAROLINA 

AT 

CHAPEE HILL 



PQ6217 
.T44 
V.18 
no. 1-17